
La Bauhaus fue concebida como una idea fundacional por Walter Gropius, quien expresó su deseo de construir una comunidad formada por individuos que, tras experiencias traumáticas como la guerra, habían quedado profundamente transformados. Para Gropius, estos jóvenes comprendían que el mundo no podía seguir funcionando bajo los antiguos paradigmas. Su propuesta representó una revolución en sintonía con el espíritu de su tiempo, una visión capaz de movilizar a artistas brillantes, artesanos, profesores y estudiantes. Todos ellos, impulsados por una energía renovada, talento y esperanza, se unieron en un proyecto colectivo con el objetivo de reinventar tanto la apariencia de los objetos como su funcionamiento.
La concreción de este sueño implicó una transformación profunda en las formas de habitar y proyectar, motivada por una fuerte preocupación social, la cual constituyó uno de los pilares fundamentales del movimiento Bauhaus en Europa. Esta dimensión social también tuvo eco en otras latitudes. En el contexto estadounidense, por ejemplo, algunos arquitectos formados en Harvard compartieron ese mismo impulso humanista, influenciados por la pedagogía de Gropius. Uno de los principios centrales de su enfoque docente fue la integración entre la arquitectura, la planificación urbana y el diseño del entorno, superando la idea de la arquitectura como mero monumento.
En un periodo crítico como la Gran Depresión, no existían respuestas simples. Sin embargo, las ideas de Gropius, arraigadas en una sensibilidad colectiva, volvieron a cobrar relevancia. Sus estudiantes asumieron entonces el compromiso de poner al ser humano y sus necesidades en el centro de todo proceso de planificación y construcción. Esta vocación de servicio comunitario marcó una diferencia sustancial en relación con otras corrientes del momento.
Con el paso del tiempo, las tensiones internas dentro de la propia Bauhaus dieron lugar a importantes transformaciones. Ludwig Mies van der Rohe, figura destacada del movimiento, adoptó una posición distinta respecto al contenido social de la arquitectura. Si bien era un artista profundamente comprometido con la forma y la experiencia espacial, decidió limitar el componente social en el proyecto educativo y arquitectónico. No mostró interés en temas como la vivienda pública; en cambio, centró su atención en el desarrollo de un lenguaje arquitectónico propio, celebrando la arquitectura como una experiencia estética y formal más que como una herramienta de transformación social. Su énfasis recaía en la estructura como elemento rector, bajo la premisa de que la función derivaba de ésta, y que la claridad estructural debía prevalecer como principio guía.
Según Mies, diseñar un edificio equivalía a establecer un principio replicable: todos los edificios debían responder a los mismos criterios estructurales y formales. Esta visión, aunque poderosa y coherente, dejó de lado las voces que abogaban por un enfoque más inclusivo y socialmente comprometido.
Mies van der Rohe no contemplaba transformaciones radicales en la escala arquitectónica. Aquellos edificios de vidrio que había proyectado en Alemania representaban inicialmente visiones utópicas, que más tarde logró materializar. Si bien las disciplinas arquitectónicas evolucionaron con el tiempo, muchas de esas transformaciones emergieron directamente del legado conceptual y práctico que Mies dejó a la arquitectura moderna.
Su contribución más significativa radica en la manera en que concebía el espacio y el material. Para él, el espacio era la auténtica sustancia de la arquitectura, su realidad fundamental. Ningún otro aspecto del diseño poseía tanto peso como el dominio del espacio, el cual Mies manipulaba con una actitud casi heroica. A esto se sumaba su atención minuciosa al uso del material, en un enfoque abiertamente minimalista. Frente a una economía de medios, cada elemento empleado debía ser ejecutado con un nivel extremo de precisión y refinamiento técnico.
Numerosos arquitectos posteriores han reconocido la influencia de Mies en sus trayectorias. Su perfeccionismo fue ampliamente admirado, al igual que su máxima de preferir ser “bueno antes que original”, una ética que reflejaba su compromiso con la calidad y la claridad formal. Para él, la arquitectura era una forma de arte, y su éxito se fundó en una triple capacidad: proyectarse como una figura enigmática y deseable, comunicar sus ideas con nitidez en el entorno académico del Illinois Institute of Technology (IIT), y, finalmente, concebir edificios elegantes y realizables a través del aprovechamiento estratégico de la tecnología constructiva estadounidense.
Al llegar a Estados Unidos, Mies encontró en las fábricas y catálogos de acero un repertorio completo de piezas disponibles para arquitectos e ingenieros: perfiles pequeños y grandes, ángulos, canales, entre otros. A partir de estos elementos industriales, se propuso crear un lenguaje arquitectónico integral, con la misma ambición que los grandes arquitectos de la Antigüedad, quienes habían desarrollado sus propios sistemas a partir de la piedra y el orden clásico. En este sentido, obras como el Pabellón de Barcelona representan la cristalización de una estética profundamente vinculada al material industrializado. Allí, Mies experimentó con el uso del cromo para modelar la luz y las formas, logrando una nueva visión del mundo moderno a través del refinamiento técnico y la pureza compositiva.
Asimismo, su arquitectura introdujo contrastes materiales inéditos, combinaciones que abrían nuevas posibilidades expresivas. Al instalarse en Chicago, se abocó a traducir el potencial de la industrialización estadounidense en un vocabulario arquitectónico propio. Su tratamiento del acero, la piedra y el hormigón evocaba una sobriedad monumental, casi trascendente. En una sociedad orientada hacia la eficiencia y la línea recta, Mies respondió con edificios regidos por la geometría precisa, el módulo y la caja como metáfora de un nuevo modo de habitar.
Su enfoque, aunque rigurosamente racional, también contenía una dimensión pedagógica. En sus palabras dirigidas al arquitecto Bertrand Goldberg, Mies afirmó: “Te enseñaré a que la gente aprenda a vivir en mis edificios”. Esta declaración resume no sólo su convicción estética, sino también su voluntad de transformar las formas de vida mediante el diseño.
La devoción de Mies van der Rohe por la línea recta y la precisión en el uso de los materiales alcanzó un grado casi obsesivo, particularmente en su tratamiento de la piedra. La meticulosidad con la que concebía los acabados, especialmente en sus proyectos residenciales, revelaba una búsqueda constante de perfección. Para muchos de sus contemporáneos y discípulos, Mies no fue solo un arquitecto, sino un verdadero artista: un creador capaz de establecer una poética de la forma y el espacio. Su obra lo consagró como una de las figuras más influyentes de la arquitectura del siglo XX, y su legado sigue siendo objeto de estudio y admiración.
En el plano personal, sin embargo, se presentaba una figura más compleja. Su dominio limitado del inglés le permitía comunicarse con comodidad únicamente en alemán, lo cual generaba una cercanía particular con aquellos que compartían su lengua materna. Algunos testimonios retratan a Mies como alguien reservado, pero sorprendentemente elocuente en contextos informales, especialmente después de haber disfrutado de algunos martinis. En esos momentos, su lado más humano y accesible emergía, revelando un espíritu agudo y una sensibilidad refinada que pocas veces se dejaba ver en público.
Una de las frases más evocadoras que se le atribuyen en Chicago ilustra bien esta dimensión poética: “Uno tiene que borrar el cielo cuando no está viendo el cielo”. Esta expresión evidencia su capacidad para pensar la arquitectura como una forma de paisaje —no en el sentido literal, sino como una creación total de atmósferas y horizontes. En obras como el edificio Seagram, Mies logró trascender la aparente rigidez de la caja de vidrio para proponer una experiencia arquitectónica rica y sutil. Aunque formalmente responde al esquema del rascacielos moderno, el edificio adquiere una complejidad adicional gracias al diseño del segundo plano: columnas robustas que no solo tienen una función estructural, sino que articulan el espacio y lo llenan de matices a través de recursos como la iluminación decorativa.
Ya desde sus proyectos en Alemania, particularmente los desarrollados con el sistema de post and beam, Mies había comenzado a explorar una noción fluida del espacio. Se trataba de crear áreas en las que el flujo espacial no encontrara interrupciones, sino continuidad, permitiendo una relación libre entre los distintos planos. Esta disposición, aunque en dos dimensiones, estaba impregnada de un romanticismo espacial que se traducía en atmósferas abiertas y sugerentes.
Sin embargo, al emigrar a Estados Unidos y establecerse en un contexto cultural y técnico distinto, ese romanticismo pareció atenuarse. La arquitectura de Mies en América —particularmente en su etapa posterior al Bauhaus— adoptó un carácter más contenido. Los espacios abiertos y fluidos se transformaron en configuraciones más cerradas, y la expresividad espacial cedió terreno ante una racionalidad estructural más clásica. En este sentido, algunos críticos han sugerido que el Mies estadounidense, en su madurez, dejó de ser un arquitecto plenamente moderno para convertirse, en muchos aspectos, en un arquitecto clásico. No porque retomara directamente los órdenes antiguos, sino porque su obra asumió la serenidad, la permanencia y el rigor formal propios del clasicismo arquitectónico.
En paralelo, mientras Mies consolidaba su trayectoria en América, otros miembros del círculo Bauhaus vivían circunstancias más adversas. László Moholy-Nagy, por ejemplo, enfrentaba serios problemas de salud hacia 1946. Según relata su esposa, estaba ya demasiado débil para continuar trabajando. En ese estado de fragilidad, se dedicaba a observar el cielo, las nubes durante el día y las estrellas en la noche, y pedía que le leyeran a Thomas Mann para aliviar el insomnio. Estas escenas finales evocan una profunda melancolía, una conciencia aguda del paso del tiempo, y el deseo de mantenerse conectado con su herencia cultural, incluso desde la distancia.
Walter Gropius evocaba su país natal con una mezcla de melancolía y afecto. La Alemania de su infancia y juventud, a pesar de sus carencias materiales, persistía en su memoria como un lugar de enorme riqueza cultural y espiritual. Le dolía la pérdida, pero también celebraba lo que Alemania le había ofrecido: una tradición intelectual, un ideal de modernidad, y una plataforma para el desarrollo de sus principios arquitectónicos.
En Estados Unidos, Gropius comprendió que la posibilidad de construir a gran escala —algo que en Alemania había tomado décadas— estaba al alcance inmediato tras el fin de la guerra. Con determinación, formuló un nuevo manifiesto, previendo una explosión constructiva sin precedentes en la historia estadounidense. Identificó con claridad que la industria de la construcción no solo sería central para la reconstrucción física del país, sino también para su reintegración social, ya que ofrecería empleo a miles de trabajadores y veteranos que retornaban de la guerra.
Ante esta realidad, Gropius se planteó una pregunta fundamental: ¿para quién construir? Su respuesta fue clara: para todos, sin distinción de clase ni nivel de ingreso. Planteaba la necesidad de reequilibrar la vida comunitaria y de humanizar el impacto creciente de la máquina, manteniéndose fiel a los principios sociales del Bauhaus. El momento histórico, sin embargo, presentaba contradicciones. Muchos arquitectos, al regresar de la guerra, compartían la convicción de que el arte y la arquitectura podían transformar el mundo. Pero el contexto estadounidense era, en su mayoría, pragmático, y las aspiraciones utópicas de reforma social pronto se vieron relegadas a un segundo plano.
Tras el relativo éxito de las casas diseñadas junto a Marcel Breuer en Nueva Inglaterra, ambos fueron convocados para construir la Casa Franck, el proyecto más ambicioso que Gropius había emprendido hasta ese momento, y que marcaría también el fin de su colaboración con Breuer. La disolución de su asociación en 1944 lo llevó a buscar un nuevo colectivo con el que proyectar sus ideas en la posguerra.
De esta búsqueda surgió The Architects’ Collaborative (TAC), una oficina fundada en 1946 con una clara orientación hacia el trabajo colectivo. El nombre mismo del grupo era una declaración de principios: no se trataba de exaltar al arquitecto como figura individual y genial, sino de reivindicar el valor del trabajo en equipo, del servicio a la sociedad, de una práctica profesional más anónima y solidaria. Gropius se integró con entusiasmo a esta iniciativa, convencido de que la colaboración genuina entre arquitectos era fundamental para enfrentar los retos del mundo contemporáneo.
En TAC, no existía una separación estricta entre especialistas. La práctica se organizaba desde una visión generalista, donde cada integrante compartía responsabilidades y contribuía con múltiples perspectivas. Gropius se sentía más fuerte trabajando en colaboración; no concebía la arquitectura como un ejercicio solitario ni como un despliegue de intuiciones personales. Su aporte, en ese sentido, fue inmenso, aunque él mismo parecía inquieto ante la idea de depender únicamente de gestos creativos espontáneos. Prefería el proceso reflexivo, la discusión colectiva, el proyecto compartido.
En última instancia, la atmósfera que Gropius ayudó a crear en TAC reflejaba fielmente los ideales del Bauhaus: una arquitectura comprometida con la sociedad, basada en el trabajo interdisciplinario y orientada a la transformación del entorno humano. En este sentido, su legado no sólo fue formal o estilístico, sino profundamente ético.
El componente humano —la afinidad personal entre los miembros del equipo— fue un factor decisivo en la dinámica de trabajo, pero, en última instancia, la calidad del resultado arquitectónico determinaba la validez del proceso. En 1949, The Architects’ Collaborative (TAC) fue convocado por la Universidad de Harvard para desarrollar un centro de estudios, una comisión que coincidía con el deseo institucional de ofrecer a Gropius un encargo significativo antes de su retiro. El encargo marcó un punto de inflexión: el equipo pasó de diseñar viviendas unifamiliares a enfrentar los desafíos de una institución de considerable envergadura.
Posteriormente, en 1956, la Universidad de Bagdad buscaba un arquitecto de renombre internacional para su campus universitario, y fue persuadida de contratar a Gropius y al equipo de TAC. Este encargo impulsó el crecimiento inmediato de la oficina, que pasó de contar con una veintena de miembros a más de cincuenta. Se consolidaba así un modelo de arquitectura colaborativa capaz de abordar proyectos de gran escala con una visión integradora.
En paralelo, el otro gran arquitecto de la posguerra que dominó la escena internacional fue Ludwig Mies van der Rohe. Su arquitectura, basada en la racionalización extrema del espacio y en la estética de la precisión, definió un nuevo paradigma. En el contexto estadounidense, especialmente en Chicago, Mies impuso un lenguaje arquitectónico que transformó profundamente el gusto cultural del país. La elegancia formal, la contención expresiva y la claridad constructiva que promovía respondían con exactitud a las aspiraciones de las corporaciones norteamericanas, interesadas en transmitir una imagen de modernidad sobria, eficacia funcional y prestigio estético. Fue, en muchos sentidos, la arquitectura del capitalismo ilustrado, proyectada con la misma precisión con que Madison Avenue vendía la promesa de una vida confortable.
La influencia de Mies fue tal que para muchos arquitectos, como aquellos formados en el Instituto de Tecnología de Illinois (IIT), su obra se convirtió en referencia indiscutida. Ver sus edificios en persona implicaba presenciar la culminación de un ideal moderno. Sin embargo, durante las décadas de 1960 y 1970, la figura de Mies comenzó a ser banalizada. Su lenguaje fue adoptado superficialmente por numerosos arquitectos y promotores, vaciado de sus principios fundamentales. Se replicaban sus formas pero no su visión.
En ese contexto, el clima cultural se volvió propicio para la expansión indiscriminada de nuevas edificaciones. La arquitectura moderna, en lugar de dialogar con las ciudades existentes, se convirtió en excusa para su demolición sistemática. La construcción en altura, la eliminación de tejidos urbanos consolidados y la creación de vacíos monumentales eran presentadas como expresiones de progreso. En nombre de una supuesta honestidad estructural, se consagró una nueva moral arquitectónica que desplazaba el compromiso social en favor de una virtud formalista, más centrada en la exposición técnica del edificio que en su integración con la vida colectiva.
Se consolidó entonces una actitud moral desplazada: ya no centrada en las personas, sino en las formas de construcción. La arquitectura se medía por la lógica interna de sus sistemas, no por su capacidad de responder a las necesidades humanas. Ejemplo de ello fueron desarrollos como 860 Lakeshore Drive o los edificios en 5600 South Lakeshore Drive. En estos casos, la arquitectura se volvió una operación de repetición modular: espacios en serie, concebidos como “bolsas”, contenidas dentro de una gran estructura-bolsa de proporciones infinitas, que podía cortarse en cualquier punto conforme a una proporción determinada.
Mies no estaba simplemente diseñando edificios; estaba proyectando una sociedad modular que, a su juicio, ya existía en Estados Unidos. Una sociedad desvinculada de valores humanos sustanciales, sustituida por un sistema funcionalista que podía ser estandarizado, producido en masa, y comercializado sin pérdida de forma ni contenido. Este modelo arquitectónico se convirtió rápidamente en el lenguaje dominante para edificios corporativos y gubernamentales: reproducible, elegante y vacío. Su fácil duplicación propició una proliferación de construcciones que, al perder conexión con su contexto y su significado, terminaron por minar el espíritu del movimiento moderno que pretendían encarnar.
Con el tiempo, la interpretación de la obra de Mies adquirió un carácter doctrinario. Se volvió un corpus canónico que sus seguidores replicaban sin cuestionamiento, como si se tratara de una escritura sagrada. Esta codificación excesiva transformó su legado en una “lengua muerta”, una forma arquitectónica desprovista de vitalidad, repetida maquinalmente en Chicago y más allá.
Tras la guerra, todo se expandió: los proyectos, las escalas, las demandas. Esta nueva magnitud de la arquitectura rompió con un ideal profundamente arraigado en los arquitectos modernos: que el diseño debía ser una extensión de la política, de las convicciones éticas, de una visión del mundo. Esa continuidad se quebró. Y si alguien debía haber advertido ese cambio de clima antes que nadie, era Walter Gropius.
La colaboración, núcleo fundamental de la filosofía de Gropius y de TAC, comenzó a diluirse bajo las nuevas presiones. Los encargos crecían en complejidad y escala, y encontrar coincidencias cualitativas en los ideales del grupo se volvió cada vez más difícil. Así, aceptaron proyectos de gran envergadura como el campus de la Universidad de Bagdad, o incluso encargos militares, como la base de la Fuerza Aérea en Park Avenue, que generaron cuestionamientos dentro del propio colectivo. ¿Cómo había evolucionado una firma fundada en ideales morales y en la esperanza de construir un mundo mejor tras la Segunda Guerra Mundial hacia la colaboración en proyectos del complejo militar-industrial?
Gropius, aún consciente del impacto que estos edificios tendrían sobre el entorno urbano —como la interrupción de la luz natural y las vistas en Park Avenue—, no retrocedió una vez aceptada la comisión. Se podía argumentar, incluso, que Park Avenue habría estado mejor sin ninguna torre. Pero para él, una vez asumida la responsabilidad, no había vuelta atrás.
Reconocer la presencia y la influencia de Walter Gropius en sus últimos años implica también aceptar sus límites. Se acercaba ya a los 75 años. Habló, sí, de hacer algo más, de nuevas posibilidades, pero no llegó a realizarlas. No se le puede culpar: el impulso revolucionario le llegó demasiado tarde en la vida como para emprender una transformación radical.
Se suele decir que la verdadera victoria de la Bauhaus tuvo lugar en Estados Unidos, aunque paradójicamente, esa misma victoria nunca ocurrió en su país de origen. Es una afirmación que, aunque amarga, resulta justa. En el contexto estadounidense, guiado por el vértigo del capital y la promesa del crecimiento incesante, comenzaron a demolerlo todo para construir cajas de vidrio sin historia. Nadie miraba lo que quedaba atrás. Solo más tarde, con el surgimiento del movimiento de preservación, se impuso la necesidad de detenerse y observar con atención lo que se estaba perdiendo.
Ya no era posible actuar con la misma inconsciencia. Por un tiempo, los arquitectos culparon a los desarrolladores, pero en realidad, estos habían sido los primeros en adherirse a la propaganda moderna. No lo hicieron por ideales estéticos, sino por conveniencia. No fue la belleza la que triunfó, sino la eficiencia. Si lograban convencer a los ejecutivos de las grandes corporaciones de que ese diseño representaba el futuro —económico, sobrio, funcional—, entonces el éxito estaba asegurado.
Eliminar la decoración significaba, en sí mismo, una forma de ahorro. El resultado era rentable y además podía justificarse invocando el nombre de Mies van der Rohe. En ese contexto, Skidmore, Owings & Merrill se consolidó como la gran herramienta de propagación. Cubrieron el país de edificios que repetían el modelo miesiano, aunque con menos rigor y más economía. Todo era más barato, más replicable.
La ciudad interior no fue destruida por negligencia, sino por lógica económica. Y aun así, fue considerado respetable. Esto ocurrió porque el modernismo, al consolidarse como lenguaje hegemónico, apostó por una arquitectura de objetos aislados, torres “libres” que se multiplicaban sin vínculos con su entorno. Con cada nueva torre, la ciudad existente se disolvía un poco más.
Mies había ganado. Para él, la arquitectura era una guerra. Se decía que construir para el gobierno significaba obtener su aprobación y, con ella, ganar la guerra de la arquitectura moderna. Pero lo que no se comprendió en su momento fue que esa guerra no era contra el ornamento ni contra el pasado: era una guerra contra la ciudad misma.
Muchos no lo sabían. Planificaron sin sospechar. Creyeron estar construyendo un mundo mejor, pero estaban reemplazando uno existente por otro sin raíces. Algunos arquitectos jamás lograron diseñar un plan modernista auténtico, uno que capturara la promesa de apertura y libertad del ideal original. Irónicamente, esa lógica sí emergía espontáneamente en los barrios, en los márgenes no planeados, lejos de los grandes manifiestos.
Paul Rudolph fracasó rotundamente. En su momento, uno de sus estudiantes en Yale había convertido a un joven arquitecto en un moderno convencido. Pero el caso de Mies van der Rohe fue distinto.
La crítica a Mies no podía reducirse a su papel como un arquitecto de precisión constructiva. Era necesario verlo desde una profundidad más honesta: como alguien capaz de moverse con soltura entre la tradición clásica de la arquitectura y el lenguaje tecnológico contemporáneo. Sus ideas, aunque abstractas, exigían ser comprendidas con seriedad y trabajadas con arte. Sin embargo, ese respeto no se sostuvo.
Mies murió en agosto de 1969. Para algunos, su trayectoria sigue siendo profundamente conmovedora. Un hombre que, tras cerrar la Bauhaus como su último director, llegó a Estados Unidos buscando una nueva oportunidad. Fue, al principio, un éxito. Pero también, inevitablemente, un fracaso: su obra fue absorbida, trivializada y transformada en una herramienta más del capitalismo.
Hay quienes ven en todo esto una lección dura. Algunos incluso se consuelan con que Mies no vivió para presenciar cómo su lenguaje arquitectónico fue distorsionado y repetido hasta vaciarse. Y sin embargo, también hay quienes lo extrañan. Porque su presencia dotaba a la arquitectura —y quizá al mundo— de una intensidad particular.
Walter Gropius, por su parte, fue visto por última vez apenas media hora antes de morir. Ya no podía hablar, pero su presencia seguía siendo asombrosamente vívida. Aquel momento, en una habitación de hospital con una pared cuidadosamente dispuesta junto a su cama, resumía su espíritu. En vez de palabras, solo pedía mirar. Y ese gesto quedó grabado como una memoria guía: el recuerdo de un hombre que, aun en sus últimos instantes, prefería dirigir la atención hacia lo bello, no hacia lo que se había perdido.
Desde entonces, a algunos ya no les preocupa el futuro de la arquitectura americana. Han estado en pocos edificios tan malos como para sentirse oprimidos. Lo que realmente importa es la historia intelectual de la arquitectura: cómo las ideas, en su camino hacia la forma, se convierten en moda.
La noción de que las ideas puedan transformarse en bienes de consumo, como ocurre con la ropa, resulta perturbadora. Pero es real. Y el mecanismo es el mismo, salvo que en la arquitectura, el resultado no solo afecta al cuerpo, sino a la ciudad entera.
0 Comments
Leave a reply
You must be logged in to post a comment.