
Paquimé, ubicada en el árido desierto de Chihuahua, desafía los paradigmas tradicionales sobre el urbanismo prehispánico. A diferencia de las ciudades mesoamericanas centradas en lo sagrado, Paquimé destacó por su enfoque en la vida cotidiana y su adaptación ingeniosa al entorno. Este documento explora su arquitectura, organización social, redes de intercambio y las hipótesis sobre su abrupto abandono, ofreciendo una mirada crítica a su legado como ejemplo único de complejidad cultural en Oasisamérica.
A diferencia de la mayoría de los centros urbanos prehispánicos —organizados en torno a ejes ceremoniales y frecuentemente amurallados—, el laberinto de adobe de Paquimé no fue concebido como un espacio sagrado, sino como un escenario para la cotidianidad. Aquí, la épica no residió en lo divino, sino en la vida material y social. Este planteamiento invita a cuestionar los presupuestos sobre el urbanismo mesoamericano: ¿acaso solo los pueblos del desierto, con su herencia nómada, podían entender la ciudad como un lugar de permanencia, como el espacio donde el hombre habita?
Mientras las civilizaciones agrícolas del centro y sur de México se asociaron a paisajes fértiles —donde pirámides y templos dialogaban con la vegetación—, el norte árido demostró que la complejidad social también florece en la austeridad. Paquimé, enclavada en el desierto chihuahuense (región que, junto con Arizona y Nuevo México, conforma el área cultural denominada Oasisamérica), desafía la narrativa que vincula el desarrollo únicamente a entornos privilegiados. Su existencia revela una paradoja: incluso en la aridez, los oasis —como los valles aluviales de la zona— proveen recursos suficientes para sostener redes agrícolas y sistemas hidráulicos sofisticados.
El corazón de Paquimé era la Casa Grande: más que un edificio, un símbolo de vida comunitaria. Estas estructuras integraban dormitorios, bodegas, plazas internas y espacios de reunión, construyéndose progresivamente a lo largo de generaciones bajo un sistema de clanes matrilineales. La preeminencia de la mujer en la transmisión del linaje —junto con la movilidad interclanística, donde individuos podían ser reasignados o incluso expulsados— revela una organización social flexible, atípica en otras culturas prehispánicas. Así, la Casa Grande no solo albergaba familias, sino que también reflejaba un modelo de sociedad donde lo doméstico se entrelazaba con lo colectivo.
El sitio arqueológico evidencia tres fases de ocupación: desde las primeras viviendas semisubterráneas (conocidas como casas de foso), hasta las unidades complejas posteriores, como la denominada casa de la serpiente. Esta evolución no solo refleja cambios tecnológicos, sino también transformaciones en las dinámicas colectivas. La transición de fosas cubiertas a estructuras monumentales de adobe plantea interrogantes sobre cómo el entorno determinó —o no— las formas de habitar.
Como testimonio de adaptación humana, Paquimé demuestra que la civilización no requiere exuberancia: basta la arena, el adobe y la voluntad humana para edificar lo perdurable.
El desarrollo de Paquimé (ca. 600-1450 d.C.) refleja un proceso evolutivo donde lo doméstico trascendió a lo monumental. Las primeras ocupaciones (siglos VII-XI) se caracterizaron por casas semisubterráneas —fosas de medio metro cubiertas con techos perecederos—, un modelo adaptado a las condiciones extremas del desierto. Sin embargo, hacia el 1100 d.C., emergió un cambio radical: la arquitectura de casas pueblo —estructuras de adobe con alcobas, plazas internas y sistemas de almacenamiento— marcó no solo una transición tecnológica, sino una reconfiguración social. Este giro sugiere la consolidación de una identidad sedentaria, posiblemente vinculada al control de recursos estratégicos como los valles aluviales y las redes de intercambio.
Las alcobas de Paquimé, con sus camastros —lechos construidos mediante vigas embebidas en muros y revestidos de lodo pulido—, revelan un sofisticado conocimiento ingenieril. Pero más allá de lo técnico, las variaciones en el diseño de puertas (en “T” o “T invertida”) apuntan a distinciones sociales: mientras las primeras exigían agacharse, las segundas permitían el paso erguido, incluso con ornamentos como penachos. Este detalle podría indicar diferencias de estatus, donde ciertos individuos —quizá líderes clanísticos o mercaderes— accedían a privilegios simbólicos.
Esta flexibilidad social también se manifestó en el tratamiento de los muertos, como evidencian los entierros localizados en rincones de alcobas los entierros, localizados en rincones de alcobas o en vasijas polícromas (tipo Casas Grandes), incluían ofrendas de concha, turquesa y otros bienes de prestigio. No obstante, la evidencia osteológica plantea interrogantes sombríos: la extracción sistemática de tendones y la ebullición de huesos sugieren una manipulación ritualizada de los cuerpos, ya sea por motivos religiosos o como forma de control post mórtem. A esto se suma el hallazgo de cadáveres en patios con signos de incendio, que reflejarían episodios de violencia hacia el ocaso de la ciudad (siglo XV). ¿Fueron conflictos internos o invasiones externas? La hipótesis de un colapso vinculado a su rol como nodo comercial —Paquimé monopolizaba la turquesa de Nuevo México, enviándola hasta Mesoamérica— cobra fuerza aquí.
Paquimé no fue un “milagro” en el desierto, sino el resultado de una negociación constante con el medio y consigo misma. Su arquitectura híbrida (de fosas a palacios), sus prácticas funerarias ambiguas (entre lo ritual y lo violento) y su abrupto fin revelan una paradoja: la fragilidad de las sociedades que dependen de redes extensas. La ciudad, pese a su “esplendor doméstico”, fue tan resistente como vulnerable —una lección que trasciende el tiempo.
El juego de pelota en Mesoamérica no puede entenderse únicamente como una práctica deportiva o ritual homogénea, sino que adquiere particularidades según el contexto cultural. En Paquimé, por ejemplo, las canchas no cumplían necesariamente la misma función que en otras regiones mesoamericanas, donde el juego estaba ligado a competencias, ritos de fertilidad o disputas políticas. En cambio, en este sitio, los espacios asociados al juego de pelota parecen haber tenido un carácter primordialmente religioso, vinculado a la veneración y no necesariamente a la práctica lúdica o ceremonial convencional. Además, su simbolismo se relaciona con la regeneración de la vida, particularmente con el nacimiento del maíz, lo que lo convierte en una representación cosmogónica del centro del universo.
Este aspecto lleva a cuestionar la influencia mesoamericana en Paquimé y su conexión con Aridoamérica. Contrario a lo que podría suponerse, no existió un sistema mercantil de larga distancia entre Mesoamérica y el suroeste de los Estados Unidos en términos de dominación económica o política. Durante su apogeo, Paquimé fue contemporánea de grandes entidades estatales como Tenochtitlán y Tzintzuntzan, sociedades teocráticas y militarizadas que ejercían control mediante la fuerza. En contraste, Paquimé parece haber mantenido una estructura más igualitaria, lo que la habría situado en una posición vulnerable frente a posibles incursiones de potencias expansionistas.
Este simbolismo religioso coexistió con una dinámica económica activa. Contrario a la idea de que Paquimé fue un centro comercial hegemónico, similar a un mercado moderno, resulta insostenible. Los hallazgos arqueológicos en el suroeste de los Estados Unidos no indican una dependencia económica de esta ciudad, sino más bien patrones de intercambio distribuidos en redes amplias. En lugar de un sistema centralizado, lo que prevaleció fue una dinámica de interacción entre nichos ecológicos distintos: la costa del Pacífico, las tierras altas de Sinaloa, Colima y Nayarit, y los desiertos del norte. En estas regiones áridas, los encuentros entre grupos eran esporádicos, pero cuando ocurrían, adquirían un peso simbólico significativo. Los objetos intercambiados no solo tenían un valor material, sino también cultural y ritual.
Paquimé no destacó como un centro productor a gran escala, pero sí como un nodo distribuidor de bienes altamente valorados en el centro de México, muchos de los cuales provenían del sur de los actuales Estados Unidos. Entre estos, las turquesas ocupaban un lugar primordial debido a su asociación simbólica con el agua, un elemento escaso en el desierto pero esencial para la vida. Estas piedras no solo eran bienes de prestigio, sino también representaciones tangibles de un recurso vital, lo que les confería un significado trascendente en las redes de intercambio.
En cuanto a la producción material local, la cerámica de Paquimé presenta rasgos distintivos, como la greca escalonada, que refleja patrones decorativos vinculados a la arquitectura de la ciudad. Este elemento estilístico permite identificar su presencia en contextos arqueológicos distantes, como Arizona, aunque sin indicar necesariamente una dominación cultural, sino más bien una influencia estética dentro de un sistema de interacciones complejas.
Este análisis invita a reconsiderar las dinámicas de intercambio en el norte de Mesoamérica y suroeste de los Estados Unidos, no como un sistema unificado bajo un eje mercantil dominante, sino como una red de relaciones interregionales donde el valor simbólico de los objetos jugó un papel tan importante como su circulación material.
La iconografía de Paquimé se distingue por la recurrencia de símbolos específicos, presentes en la totalidad de sus vasijas cerámicas, lo que sugiere su función como elementos identitarios dentro del sistema cultural regional. Entre estos motivos, destaca la representación estilizada de la guacamaya, cuya figura —caracterizada por el tratamiento abstracto del ojo y el rostro— evidencia un proceso de síntesis formal con posibles connotaciones simbólicas.
Otro aspecto relevante de la producción alfarera paquimense es la presencia de antropomorfos, como el caso de una figura femenina cuya vestimenta incorpora los mismos íconos recurrentes en el repertorio decorativo local. La estilización de los ojos, reminiscente de las representaciones aviares, junto con las marcas corporales pintadas, refleja prácticas de ornamentación personal documentadas arqueológicamente. Los textiles, decorados con motivos geométricos y zoomorfos, reforzarían esta interrelación entre indumentaria e identidad visual.
Además de los diseños mencionados, el repertorio iconográfico incluye representaciones de serpientes, cuya morfología —particularmente en el tratamiento de las plumas— ha generado debates entre especialistas. Algunos investigadores estadounidenses atribuyen a estas representaciones un origen septentrional, basándose en diferencias formales con las variantes mesoamericanas. No obstante, la recurrencia de estos motivos en contextos locales subraya su integración dentro del sistema simbólico de Paquimé.
Los materiales arqueológicos recuperados en el sitio evidencian, asimismo, una extensa red de intercambio que abarcaba regiones distantes. Ejemplo de ello son las turquesas procedentes del suroeste de los actuales Estados Unidos (Nuevo México y Arizona) y los corales originarios del litoral del Pacífico. Si bien tradicionalmente se ha interpretado a Paquimé como un centro mercantil, su función pudo trascender lo económico, articulándose como un espacio de convergencia ritual y peregrinación, donde el comercio coexistía con prácticas ceremoniales.
La influencia de Paquimé se extendía más allá de su núcleo urbano, como lo demuestran los asentamientos secundarios en áreas como la Cueva de la Hoya, ubicada en la sierra de Chihuahua. El acceso a esta zona —hoy dificultoso por la terracería— implicaba en la época prehispánica un desplazamiento de aproximadamente 55 kilómetros, realizado posiblemente con fines estratégicos o simbólicos. La presencia de estructuras habitacionales en cuevas y el uso de señales de humo —capaces de transmitir mensajes a 150 kilómetros en un día— revelan un sistema de comunicación eficiente y una ocupación territorial planificada.
La elección de este valle para el establecimiento de asentamientos satélites respondía, en parte, a las condiciones favorables para la agricultura, gracias a los suelos aluviales. Sin embargo, la disponibilidad de recursos cinegéticos, como el venado, y otros bienes naturales, también debió influir en su importancia dentro de la red paquimense. Este patrón de ocupación refleja una adaptación consciente al entorno, combinando aprovechamiento económico y significación cultural.
La presencia de una significativa población de osos en la región sugiere que los grupos humanos que habitaron el área tuvieron acceso a recursos clave, como carne, proteínas y pieles. Esto plantea interrogantes sobre la posible conexión entre estos asentamientos y Paquimé: ¿pueden considerarse estos sitios como un avance de dicha cultura? ¿Existió una relación directa entre ellos? Los primeros habitantes de esta zona del norte de México se establecieron en la Cueva de la Golondrina, utilizándola como refugio durante un período en el que su modo de subsistencia se basaba en la caza y la recolección.
Los vestigios arqueológicos asociados a esta fase no presentan evidencias de cerámica, lo que sitúa su ocupación en un contexto precerámico, aproximadamente antes del 600 d.C., dentro de lo que se conoce como el período formativo de la cultura de las Casas Grandes. Además de su función como espacio habitacional —dada su condición de refugio natural—, las formaciones rocosas de la zona tuvieron probablemente un componente ritual vinculado a la sacralización del paisaje. Esto se refleja en el arte rupestre local, cuyos motivos expresan una concepción simbólica de la naturaleza.
Durante investigaciones recientes, especialistas plantearon la posibilidad de que la morfología de la Cueva de la Golondrina evocara un simbolismo asociado a la fertilidad, dada su configuración, que sugiere una analogía con una vulva femenina. Esta interpretación se alinea con la recurrente sacralización de espacios naturales en diversas culturas mesoamericanas, donde ciertos accidentes geográficos eran concebidos como manifestaciones de deidades telúricas.
Entre los motivos rupestres documentados en el sitio destacan representaciones antropomorfas —con figuras que delinean cuerpos, cabezas y extremidades— así como elementos iconográficos vinculados a Paquimé, como diseños bicromos (delineados en blanco y rellenos en negro), símbolos solares y la recurrente aparición de triángulos concéntricos, también presentes en dicho centro cultural.
Además de las evidencias artísticas, el sitio presenta huellas de actividad humana, como hoyos de almacenamiento y acumulaciones de guano de murciélago, que indican una ocupación recurrente. Aunque se registró la presencia de una estructura de adobe —posiblemente tardía y de influencia paquimense—, no se trató de un asentamiento extenso, sino más bien de un espacio de refugio temporal durante el período formativo. La abundancia de restos relacionados con el forrajeo refuerza la hipótesis de que el sitio fue utilizado principalmente como un lugar de aprovisionamiento y habitación estacional.
Se permite inferir que los restos de maíz hallados en el sitio Cueva de la Golondrina corresponden a un período temprano, distinto a las variedades modernas. La observación morfológica —específicamente, el número reducido de hileras (ocho en comparación con las doce o más del maíz contemporáneo)— sugiere una fase incipiente de domesticación. Este indicador no solo apunta a una temporalidad prehispánica, sino que también plantea interrogantes sobre las prácticas agrícolas y su evolución en la región.
En la superficie del yacimiento se identifican materiales diversos: cerámica, artefactos líticos y restos orgánicos como madera carbonizada. Este último elemento resulta particularmente relevante, ya que su análisis permitiría no solo datar el contexto, sino también reconstruir aspectos tecnológicos y ambientales, como las especies vegetales utilizadas como combustible. Sin embargo, pese al potencial del sitio, la escasa exploración sistemática limita su interpretación. La presencia de saqueos —evidente en la alteración de los estratos— agrava el problema, aunque un estudio minucioso de lo residual aún podría aportar datos valiosos, como fragmentos cerámicos o posibles asociaciones funerarias.
La cueva exhibe huellas de actividad humana recurrente, pero no permanente. El techo, cubierto por una capa uniforme de hollín, indica el uso prolongado del fuego, ya sea con fines utilitarios o simbólicos. Esta dualidad refleja un patrón recurrente en la arqueología mesoamericana: las cuevas como espacios liminales, vinculados tanto al origen como a la muerte, concebidas como “matrices del mundo”. La presencia de entierros y objetos rituales refuerza esta interpretación, aunque la falta de excavaciones exhaustivas impide confirmar su función específica.
El sitio precede al apogeo de Paquimé, lo que sugiere una ocupación temprana vinculada a grupos con estrategias mixtas (caza-recolección y agricultura incipiente). Un elemento distintivo es el sistema de terrazas, visible en las laderas adyacentes, diseñado probablemente para el cultivo de agave. Estas estructuras, junto con los graneros —como el ubicado en el centro de la Cueva de la Olla—, revelan una complejidad social inesperada para un contexto supuestamente “transitorio”. La capacidad de almacenamiento a gran escala implica no solo excedentes agrícolas, sino también una jerarquización en la distribución de recursos, base de economías preestatales.
El patrón económico de estas sociedades se fundamentaba en una base agrícola de subsistencia, donde la cosecha colectiva era almacenada y redistribuida según las necesidades comunitarias, sugiriendo una organización social con cierto grado de centralización productiva. Desde la perspectiva artística, la pintura mural constituye un elemento significativo, pese a su estado fragmentario. Los vestigios cromáticos -principalmente pigmentos rojos y negros- permiten identificar representaciones antropomorfas, aunque la degradación del soporte pétreo ha provocado la pérdida de secciones superiores de las figuras.
La datación estratigráfica sitúa este conjunto en un período post-1100 d.C., contemporáneo al desarrollo de Paquimé, cuyo apogeo ocurriría un siglo después (1200 d.C.). Este horizonte cronológico contrasta con las cuevas localizadas en el sector opuesto del yacimiento, cuyos contextos materiales corresponden a fases anteriores al 600 d.C. La ocupación prolongada del sitio hasta 1450 d.C. evidencia una continuidad cultural paralela al desarrollo de la cultura paquimense.
Un elemento arquitectónico relevante lo constituyen las modificaciones en los vanos de acceso. El análisis tipológico de las puertas revela una transición morfológica: mientras las estructuras originales presentaban umbrales rectangulares, hacia 1200 d.C. se implementó la modificación a puertas en forma de “T”, cuya simbolística antropomórfica ha sido ampliamente documentada en la región. Estas transformaciones se realizaron mediante escotaduras laterales en la base de los vanos preexistentes.
Los recientes trabajos arqueológicos han permitido documentar una compleja secuencia ocupacional. La unidad excavada presenta un espacio doméstico organizado alrededor de un fogón central, posteriormente subdividido mediante un tabique de bajareque. Esta modificación arquitectónica podría indicar procesos de segmentación familiar, donde el espacio original fue adaptado para albergar a nuevos núcleos familiares derivados. El conjunto habitacional comprende al menos doce unidades espaciales en planta baja, con evidencias de estructuras superiores cuyos apoyos dejaron improntas en el techo de la cueva.
La diferenciación social se manifiesta en la distribución espacial del asentamiento. Mientras las unidades inferiores se asocian a áreas de cultivo -presumiblemente ocupadas por agricultores-, esta sectorización elevada presenta características que denotan un estatus privilegiado: sistemas de almacenamiento centralizado (graneros), mayor protección climática y refinamiento constructivo. Aunque empleando técnicas de tierra, la arquitectura ofrece condiciones de habitabilidad superiores a las viviendas exteriores. El abastecimiento hídrico se realizaba mediante transporte manual en cántaros, complementado por aportaciones estacionales de agua pluvial.
Este análisis evidencia una sociedad estratificada con especialización laboral, donde el control de excedentes agrícolas y la jerarquización del espacio construido reflejan relaciones de poder institucionalizadas. La secuencia constructiva documenta procesos de adaptación arquitectónica a dinámicas sociales cambiantes, mientras los elementos simbólicos (pinturas, puertas antropomorfas) sugieren un complejo sistema de representación ideológica.
La ubicación del tambo en la zona respondía a un propósito específico: captar el flujo de agua durante las lluvias para su uso en labores de restauración. Sin embargo, surge la interrogante de si este sistema también era utilizado por los antiguos habitantes como reservorio temporal, dada la formación de pequeñas pozas que garantizaban la disponibilidad de agua en épocas de precipitaciones.
Respecto al abandono de Paquimé, cabe cuestionar si este proceso fue simultáneo en toda el área circundante. Una hipótesis sugiere que la migración pudo haber sido regional, implicando un desplazamiento colectivo de la población hacia el norte. Este fenómeno no sería aislado, sino parte de un patrón de economías de subsistencia, donde la ocupación del territorio estaba estratégicamente vinculada a la supervivencia y no a estructuras teocráticas o militares. De hecho, la evidencia arqueológica indica que, aunque no se trataba de una sociedad guerrera, existía una clara conciencia territorial para evitar su pérdida.
La ocupación del norte de México por grupos provenientes del sur de Estados Unidos parece haber seguido un patrón similar. La región de Casas Grandes, percibida como la última pradera habitable hacia el sur, fue poblada sin vacilación. Este comportamiento contrasta con las tradiciones de los pueblos del centro de México, donde persistía una nostalgia por los espacios cavernarios, vinculados a un origen mítico. La Cueva de la Hoya, por ejemplo, no solo funcionaba como un refugio, sino como un símbolo de conexión con lo sagrado, donde el ser humano se convertía en “el sueño de una sombra”, en palabras de Borges.
A diferencia de los laberintos concebidos como estructuras de defensa militar, el de Paquimé cumplía una función doméstica y protectora frente a las adversidades climáticas. Su diseño intrincado no buscaba desorientar a posibles invasores, sino ofrecer refugio contra condiciones ambientales extremas: frío, nieve y, sobre todo, calor. Esta adaptación arquitectónica refleja una sociedad pacífica y organizada, capaz de enfrentar las hostilidades naturales mediante soluciones ingeniosas.
Aunque estas adaptaciones demostraron ser efectivas, el flujo migratorio del norte durante la fase Diablo alteró dicho equilibrio, generando transformaciones urbanas como la segmentación de espacios y el cierre de áreas comunes – síntomas evidentes de una crisis en la estructura social y económica de Paquimé.
Un aspecto inquietante es la presencia de entierros dispersos, algunos en ollas con ofrendas, junto a más de trescientos cadáveres hallados en superficie. Esta distribución irregular plantea la posibilidad de un episodio violento, como una masacre, aunque también podría indicar la existencia de un cementerio no descubierto. La ausencia de un patrón funerario uniforme refuerza la hipótesis de un abandono abrupto, marcado por conflictos internos o externos.
La evidencia osteológica analizada no presenta huellas de violencia, lo que plantea un problema interpretativo frente a la hipótesis de una matanza generalizada. De haber ocurrido un episodio de exterminio, las características del evento requerirían, necesariamente, la intervención de un ejército organizado —posiblemente tarasco o mexica— dada la escala demográfica implicada. Un ataque llevado a cabo por un grupo reducido resulta improbable, especialmente considerando la ausencia de estructuras defensivas en el asentamiento. La inexistencia de elementos bélicos en el registro arqueológico refuerza esta incongruencia.
Frente a esto, emergen dos líneas interpretativas principales: el abandono voluntario o un conflicto interno vinculado a narrativas míticas. La posible rebelión del Clan Araña, reflejada en tradiciones orales, sugeriría tensiones sociales endógenas; sin embargo, esta hipótesis carece de sustento material concluyente y pertenece más al ámbito de la tradición oral que al análisis histórico. Como explicación alternativa —y potencialmente más fundamentada—, destacan las dinámicas de dominación externa asociadas a intereses económicos, particularmente el control del cobre. Este escenario implicaría la coerción por parte de un Estado expansionista con capacidad para movilizar fuerzas que sometieran a una población de miles de habitantes, integrada en un sistema regional complejo.
Este último enfoque exige, sin embargo, integrar perspectivas etnográficas. Conceptos como el de pueblo revolt —comunidades que optaron por la autodestrucción antes que la subyugación cultural— ilustran patrones de resistencia documentados durante la conquista española. Aunque el contexto cronológico analizado es anterior, la recurrencia de este tipo de respuestas ante presiones externas sugiere que mecanismos similares pudieron activarse en épocas prehispánicas, ya fuera frente a grupos como los tarascos, los mexicas u otros actores.
Por otro lado, la hipótesis migratoria introduce un factor distinto: la movilidad como rasgo estructural. Según algunas tradiciones, estos grupos habrían seguido ciclos de desplazamiento vinculados a concepciones cosmogónicas —como la búsqueda de un “ombligo del mundo”—, prolongando su estancia en la región más allá de lo previsto. No obstante, aunque esta narrativa explica la dispersión de iconografía compartida (e.g., las representaciones de Venus), su validez como marco explicativo enfrenta limitaciones. La idealización de un origen común en el suroeste de Norteamérica y de migraciones multidireccionales parece responder más a construcciones identitarias que a procesos verificables arqueológicamente.
En conjunto, el debate refleja la tensión entre explicaciones materialistas (guerra, explotación de recursos) y simbólicas (mito, resistencia cultural), sin que ninguna ofrezca, por ahora, una respuesta concluyente. La ausencia de huellas de violencia no descarta conflictos, pero obliga a reconsiderar sus formas y escalas, mientras que los relatos etnográficos —aún con su valor heurístico— introducen sesgos que la arqueología debe contrastar críticamente.
El discurso sobre los orígenes de Paquimé y su relación con otros pueblos mesoamericanos se construye a partir de un entramado de leyendas y mitos. Desde esta perspectiva religiosa vinculada a las migraciones, se sostiene que los habitantes de Paquimé procedían del sur, permanecieron en la región por un período más extenso del previsto —aproximadamente setecientos años— y posteriormente abandonaron el sitio.
Paquimé fue contemporánea de centros urbanos como Tzintzuntzan, en el Imperio Purépecha, o Tenochtitlan, capital mexica. Resulta significativo que, tanto para los purépechas como para los mexicas, el norte representara el espacio mítico de origen. Según una tradición purépecha, sus reinos se establecieron tras el encuentro entre grupos chichimecas y los pobladores de la región del lago de Pátzcuaro. Por otro lado, los mexicas afirmaban descender de Chicomóztoc, el legendario lugar de las Siete Cuevas, y evocaban Aztlán como un territorio septentrional del cual provenían. Estos relatos funcionaban como mitos fundacionales que legitimaban sus identidades.
Así, los chichimecas —pueblos nómadas frecuentemente estigmatizados como “bárbaros del norte” en las narrativas centrales— ocupaban, paradójicamente, un lugar central en el imaginario purépecha y mexica: eran concebidos como los ancestros originarios, los antepasados fundadores. En este sentido, la región septentrional no solo era un espacio geográfico, sino también un símbolo de los orígenes, una utopía retórica que articulaba el comienzo de los pueblos prehispánicos de México. Esta dualidad entre desprecio y reverencia hacia lo chichimeca refleja las tensiones ideológicas en la construcción de las memorias colectivas mesoamericanas.
Glosario
- Adobe: Material de construcción compuesto de barro, arena y paja, moldeado en bloques y secado al sol (Vargas, 2010).
- Aridoamérica: Región cultural del norte de México caracterizada por clima árido y sociedades nómadas, en contraste con Mesoamérica (Braniff, 2001).
- Bajareque: Técnica constructiva que combina entramado de varas y barro (Mastache et al., 2002).
- Camastros: Lechos construidos con vigas embebidas en muros y revestidos de lodo, típicos de las alcobas en Paquimé (VanPool & VanPool, 2007).
- Casas de foso: Viviendas semisubterráneas del período formativo de Paquimé, adaptadas al clima desértico (Whalen & Minnis, 2009).
- Casas Grandes: Complejos arquitectónicos monumentales de adobe que integraban espacios domésticos, plazas y sistemas de almacenamiento (Di Peso, 1974).
- Chichimecas: Término mesoamericano para grupos nómadas del norte, asociado a estereotipos de “barbarie” (Powell, 1952).
- Clan Araña: Grupo social mencionado en tradiciones orales de Paquimé, vinculado a conflictos internos (Riley, 2005).
- Cosmogónico: Relativo a mitos o narrativas sobre el origen del universo y el orden cultural (Eliade, 1959).
- Forrajeo: Recolección de recursos silvestres (plantas, animales pequeños) como estrategia de subsistencia (Binford, 1980).
- Iconografía greca escalonada: Motivo decorativo recurrente en cerámica y arquitectura, con patrones geométricos escalonados (Schaafsma, 2013).
- Matrilineal: Sistema de descendencia donde la herencia y el linaje se transmiten por línea materna (Murdock, 1949).
- Oasisamérica: Área cultural que abarca regiones áridas del norte de México y suroeste de EE.UU., caracterizada por asentamientos en oasis y redes de intercambio (Cordell & McBrinn, 2012).
- Osteología: Estudio científico de restos óseos para analizar salud, dieta y prácticas funerarias (White & Folkens, 2005).
- Tambo: Estructura hidráulica para captación y almacenamiento de agua en entornos áridos (Doolittle, 1990).
Bibliografía
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