El paradigma etnográfico. Arquitectura y antropología

El paradigma etnográfico. Arquitectura y antropología

El análisis de la arquitectura de posguerra revela una constante: el rechazo a ciertos aspectos de la modernidad arquitectónica de entreguerras. Sin embargo, definir con precisión esta modernidad no resulta una tarea sencilla, ya que existen múltiples interpretaciones sobre su significado y alcance. A pesar de ello, es posible identificar en la arquitectura desarrollada tras la Segunda Guerra Mundial un distanciamiento del lenguaje ortodoxo asociado al Estilo Internacional, acompañado de una búsqueda de nuevas fuentes para la revisión crítica de la arquitectura moderna.

Estas fuentes han sido diversas. En la obra de Mies van der Rohe, la técnica constructiva desempeña un papel fundamental en la redefinición del lenguaje arquitectónico; en Le Corbusier, la dimensión autobiográfica se convierte en un eje central para su evolución estilística. En el caso británico, la tecnología emerge como una fuente de renovación, mientras que otros arquitectos han recurrido a la historia y la tradición como medios para revitalizar el Movimiento Moderno. Dentro de este contexto, una de las aproximaciones más relevantes ha sido el empleo de la antropología como herramienta de enriquecimiento del racionalismo arquitectónico y del Estilo Internacional.

La antropología, concebida como una disciplina social derivada de la filosofía y la sociología, se centra en el estudio del ser humano y de aquellas características que lo distinguen de otras formas de vida en el planeta. Esta ciencia se subdivide en varias ramas, entre ellas la antropología cultural, la lingüística, la paleoantropología y la antropología arqueológica. No obstante, es la antropología cultural la que ha ejercido una mayor influencia en la arquitectura, dado su énfasis en el análisis de la cultura y de la diversidad de manifestaciones culturales.

Definir el concepto de cultura constituye un desafío debido a su complejidad y a la multiplicidad de enfoques existentes. No obstante, puede entenderse como el conjunto de significados y sentidos compartidos por un grupo humano, abarcando desde los métodos de producción y fabricación de objetos hasta las creencias religiosas, los rituales colectivos, las tipologías arquitectónicas y las manifestaciones artísticas en sus distintas expresiones. La antropología, como disciplina surgida a finales del siglo XIX, se ha dedicado al estudio de estos fenómenos, explorando la estructura social, las formas de vida y las concepciones del mundo que configuran las diversas culturas.

Uno de los rasgos distintivos de la antropología ha sido su interés por el estudio de culturas ajenas a la propia. Esta orientación responde a la necesidad de realizar análisis comparativos que permitan identificar características universales del ser humano, trascendiendo las particularidades de cualquier sociedad en específico. En este sentido, los antropólogos coinciden en que ninguna cultura es única ni absoluta, y que el contacto con otras formas de vida ofrece una oportunidad invaluable para ampliar la comprensión de la naturaleza humana y, por extensión, del modo en que se construye y se habita el espacio.

Antes de abordar el impacto de la antropología en la arquitectura, es fundamental establecer una distinción entre etnografía y etnología. La etnografía se refiere al estudio de grupos culturales o etnias distintas a través de diversos métodos antropológicos, como el trabajo de campo y la observación participante. Por otro lado, la etnología se enfoca en la comparación de diferentes culturas con el propósito de identificar semejanzas o principios comunes y formular generalizaciones.

Hacia mediados del siglo XX, la proliferación de textos antropológicos de autores como Marcel Griaule, Claude Lévi-Strauss, Franz Boas, Ruth Benedict y Margaret Mead comenzó a influir en el ámbito intelectual europeo, extendiéndose incluso a las publicaciones de arte y arquitectura. En este contexto, el arte de culturas no europeas adquirió una notable difusión, y los arquitectos iniciaron viajes a África, Sudamérica, Asia y Oceanía. Estos desplazamientos no solo propiciaron la recolección de material visual, como fotografías y bocetos, sino también la adquisición de objetos que algunos arquitectos llegaron a coleccionar.

Durante las décadas de 1960 y 1970, se consolidó un fenómeno arquitectónico vinculado a la aceptación del relativismo cultural y antropológico. Este concepto implica que no todas las culturas pueden ser evaluadas bajo los mismos parámetros de desarrollo, rechazando así la noción de superioridad occidental. Arquitectos como Aldo Van Eyck asumieron esta perspectiva y promovieron la recuperación de la significación antropológica de la arquitectura. En el ámbito urbanístico y arquitectónico, comenzaron a explorarse soluciones alternativas a los modelos occidentales, tomando en cuenta los contextos socioculturales específicos y evitando la imposición de modelos ideales.

Esta postura implicó una revalorización de las construcciones anónimas de diversas sociedades, identificando en ellas una expresión del sentido común adaptado a las necesidades locales. La arquitectura de posguerra, que desplazó la figura del individuo idealizado en favor del individuo común, se vio reflejada en este interés por la antropología. Por ejemplo, Claude Lévi-Strauss destacó la relación armónica entre las culturas sudamericanas y su entorno construido, señalando que la arquitectura tradicional de estas sociedades mantenía un equilibrio con el medio ambiente. En su análisis, este antropólogo sostiene que el movimiento moderno y su racionalismo urbanístico rompieron dicha relación armónica al promover la creación de ciudades desde cero, como proponían los tratados del movimiento moderno.

Autores como Joseph Rykwert, quien se situó en la intersección entre arquitectura y antropología, resultaron fundamentales para comprender la generación de arquitectos de posguerra. En su obra “The Idea of a Town”, Rykwert analiza la importancia de los rituales, símbolos y cosmología en la configuración de ciudades romanas, etruscas y griegas. Paralelamente, en este período surgieron movimientos de transformación global, como el ecologismo y el anticapitalismo, que plantearon alternativas al modo de vida moderno y propusieron modelos de habitar basados en otras tradiciones culturales.

En este contexto, la antropología influyó en la teoría y la producción arquitectónica de dos maneras fundamentales: por un lado, como una herramienta de análisis crítico frente a los modelos universalistas de planificación urbana; por otro, como una fuente de inspiración para el diseño de espacios adaptados a realidades culturales diversas. Esta convergencia disciplinaria propició una renovación en la práctica arquitectónica, cuestionando los postulados hegemónicos y promoviendo una mayor sensibilidad hacia la pluralidad cultural.

El análisis de la influencia de la antropología y la etnografía en la arquitectura permite identificar dos enfoques complementarios. Por un lado, se encuentran aquellos arquitectos que recurrieron a textos antropológicos y estudios etnográficos de diversas culturas como fuente de inspiración para ampliar su comprensión del mundo y, en consecuencia, enriquecer sus propuestas arquitectónicas. Entre ellos destacan Bernard Rudofsky, Aldo Van Eyck y Jørn Utzon, quienes incorporaron elementos de culturas no occidentales en el desarrollo de sus lenguajes arquitectónicos.

Por otro lado, la etnografía no solo ha servido como inspiración, sino que también ha introducido una perspectiva metodológica que trasciende la visión de la arquitectura como un objeto terminado para entenderla como un proceso. Este enfoque considera la participación activa de los habitantes en la construcción de sus propias viviendas, estableciendo así los fundamentos de lo que en la actualidad se denomina arquitectura participativa. En su manifestación más radical, algunos arquitectos han llegado a cuestionar la necesidad misma de la figura del arquitecto, proponiendo la creación del entorno urbano como una obra colectiva.

En este contexto, resulta relevante el análisis de los textos y obras de Christopher Alexander, John Turner y N. John Habraken, quienes abordan la arquitectura desde una perspectiva que otorga un papel central a los habitantes en el proceso de diseño y construcción. Si bien en un primer acercamiento estos dos enfoques pueden parecer divergentes, existe una estrecha relación entre ellos. Los arquitectos que han encontrado en culturas no occidentales una fuente de inspiración, ya sea mediante estudios antropológicos o experiencias de viaje—como es el caso de Rudofsky o Van Eyck—, han demostrado una particular sensibilidad hacia la dimensión social de la arquitectura y el rol del habitante en el proceso proyectual. Del mismo modo, aquellos que promueven la autoconstrucción y la arquitectura participativa, como Christopher Alexander, recurren frecuentemente a tradiciones constructivas vernáculas de diversas regiones del mundo.

El concepto de “el otro” resulta fundamental para este análisis, dado que es un término recurrente en los estudios antropológicos. La alteridad implica reconocer una realidad ajena, que no puede comprenderse de manera inmediata, sino que requiere un esfuerzo interpretativo. Aplicado a la arquitectura, este concepto permite examinar el impacto de la observación y reinterpretación de arquitecturas vernáculas en la producción arquitectónica. Un punto de partida relevante para esta reflexión son los artículos publicados por el antropólogo francés Marcel Griaule en la revista Minotaure en 1933, en los cuales se documentaron diversas manifestaciones arquitectónicas de culturas africanas, influyendo de manera significativa en el pensamiento arquitectónico de la época.

Este análisis evidencia que la incorporación de referencias antropológicas en la arquitectura no solo ha enriquecido el repertorio formal y conceptual de diversos arquitectos, sino que también ha abierto el camino a una comprensión más amplia de la arquitectura como fenómeno cultural y proceso social.

En sus artículos y en su influyente libro “Dios de agua”, Marcel Griaule relata su viaje a la tierra de los Dogones, un grupo étnico de Malí, en África. Según la narración del antropólogo francés, la cultura dogón se caracteriza por una estructura social y simbólica altamente integrada y coherente, aunque estas afirmaciones han sido posteriormente cuestionadas. A través de una serie de entrevistas con los habitantes de la región, Griaule describe cómo las formas artísticas y constructivas de los Dogones se encuentran intrínsecamente vinculadas con su cosmovisión y creencias religiosas.

Un ejemplo representativo de esta integración es la forma del granero dogón, que, según Griaule, simboliza la estructura del universo. De manera similar, la división de los cultivos se relaciona con la organización cósmica en bandas, mientras que la disposición de la ciudad adopta una configuración antropomórfica. Estas interpretaciones, presentadas como revelaciones etnográficas, generaron un impacto significativo en ciertos círculos artísticos y arquitectónicos de la época, en gran parte debido a su difusión en la revista “Minotaure”. Además, la colaboración de un destacado surrealista en la redacción de los textos contribuyó a reforzar la imagen exótica y evocadora de la cultura dogón. No obstante, este impacto se limitó principalmente a la circulación de imágenes estilizadas que tenían poca o ninguna relación con la práctica arquitectónica.

A pesar de ello, este episodio resulta fundamental para comprender el creciente interés de ciertos arquitectos de la época por la antropología y el arte etnográfico. Un caso paradigmático es el del arquitecto holandés Aldo van Eyck, cuyo acercamiento a la etnografía y la antropología se originó a partir de los textos de Griaule publicados en esta revista francesa.

Dentro de este contexto, Bernard Rudofsky representa un ejemplo relevante de la influencia de las culturas no occidentales en la arquitectura del siglo XX. Su exposición “Arquitectura sin arquitectos”, presentada en 1964 en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, desafió las premisas del Movimiento Moderno al evidenciar, mediante un extenso repertorio fotográfico, la incapacidad de la arquitectura académica europea para generar belleza, sentido común, adecuación y permanencia en el entorno construido. Concebida inicialmente como un evento de carácter menor dentro del museo, la exposición adquirió una notoriedad inesperada, recorriendo más de 80 países y dando lugar a un catálogo que ha sido traducido a múltiples idiomas. Este libro, que lleva el mismo título que la exposición, se ha consolidado como una referencia fundamental en los estudios de arquitectura, siendo una de las publicaciones más influyentes y ampliamente estudiadas de su época.

La obra de Rudofsky, y particularmente su exposición Arquitecturas sin Arquitectos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, así como su posterior publicación, subraya una crítica profunda a la narrativa tradicional de la arquitectura occidental. Rudofsky, con su vasta experiencia como viajero y observador de diversas culturas, no solo visitó distintos países, sino que también vivió en ellos, lo que le permitió una mirada directa y personal a las formas de construcción no occidental. En sus viajes por España, Italia, Estados Unidos y Brasil, documentó estas experiencias en cuadernos, dibujos y, sobre todo, en fotografías. Son estas imágenes las que sirven como base de su análisis, no como un estudio científico o sistemático, sino desde la perspectiva de un arquitecto que busca cuestionar las convenciones de la arquitectura de su tiempo.

Rudofsky no pretende ofrecer una visión objetiva ni exhaustiva de las arquitecturas ajenas a la tradición occidental, sino que las aborda con una mirada crítica y creativa, utilizando estas construcciones como un recurso para imaginar un presente más inclusivo y una cultura contemporánea que pueda integrar las lecciones de diversas épocas y geografías. Para él, la arquitectura tradicional, esa que ha sido relegada al olvido por los historiadores y tratados ortodoxos, constituye una fuente de inspiración única para el hombre industrializado. En su crítica a la historia de la arquitectura escrita, subraya que los historiadores se han centrado en una cantidad selecta de culturas, dejando de lado a numerosas otras que, por su diversidad y antigüedad, ofrecen una comprensión más completa de la arquitectura como disciplina.

Esta postura se ve reflejada en su insistencia de que los tratados canónicos de arquitectura deberían ser complementados con el estudio de esas arquitecturas “otras”, las cuales han sido históricamente ignoradas. Así, las fotografías y textos de Rudofsky no solo documentan estas formas arquitectónicas, sino que las presentan como una alternativa vital a las convencionales construcciones del arquitecto occidental, abogando por una arquitectura “vernácula”, “anónima”, “espontánea” e “indígena”. Para él, este tipo de arquitectura no solo es un testimonio cultural, sino una fuente de lecciones fundamentales para la práctica arquitectónica contemporánea.

Su exposición y sus publicaciones, lejos de ser meros ejercicios documentales, constituyen un acto de desafiado a los prejuicios arquitectónicos prevalentes. Al presentar la arquitectura de culturas distantes de la tradición eurocéntrica, Rudofsky no solo abre el debate sobre lo que se considera arquitectura legítima, sino que también nos invita a replantear la relación entre arte, cultura y tecnología en el campo de la arquitectura. En sus palabras, estas exposiciones no solo buscan ofrecer una nueva visión, sino liberar a la arquitectura de las limitaciones impuestas por una historia que ha sido narrada desde un único punto de vista. De este modo, su trabajo se presenta como una invitación a descubrir un mundo más amplio y diverso de lo que se había aceptado hasta entonces, planteando la posibilidad de un retorno a una arquitectura más cercana a las necesidades humanas y menos a las de los expertos.

Rudofsky destaca una contradicción fundamental en la relación entre la civilización tecnológica y el anhelo humano de conexión con lo primitivo. A pesar de vivir rodeados de tecnología avanzada destinada a mejorar nuestra calidad de vida, muchos habitantes urbanos buscan escapar de sus hogares, a menudo tecnológicamente sofisticados, hacia entornos más simples y naturales, como cabañas, aldeas o montañas. Esta ironía radica en que, para encontrar descanso, lo que parece ser un placer por el confort tecnológico termina dependiente de su ausencia.

A partir de esta observación, Rudofsky no solo reflexiona sobre la arquitectura de culturas no occidentales, sino que profundiza en las formas alternativas de vivir que estas ofrecen. En su visión, no es tanto una nueva forma de construir lo que se necesita, sino una nueva forma de vivir. Así, se ocupa de analizar las costumbres y hábitos de diversas culturas, tanto vivas como extinguidas, como la griega, y plantea cómo sus prácticas podrían enriquecer y mejorar la vida cotidiana en el contexto occidental.

Una de las principales críticas de Rudofsky se dirige hacia los prejuicios sociales y las distorsiones que la moda impone al cuerpo humano. En sus escritos, denuncia las atrofias de la sensibilidad causadas por la moda, ejemplificadas por prendas como los corsés, los tacones y el traje moderno, que él considera como una agresión al cuerpo, especialmente en el caso de las mujeres. Su crítica se extiende a la forma en que estos elementos de la moda no responden a la fisiología humana, sino que violentan y oprimen el cuerpo.

En su labor como diseñador, Rudofsky no se limitó a teorizar sobre estos problemas, sino que propuso soluciones prácticas. Diseñó prendas amplias y versátiles inspiradas en el kimono japonés, pensadas para ser cómodas, fáciles de usar y producir a bajo costo. A través de sus diseños, promovió la comodidad y la funcionalidad sobre las imposiciones estéticas de la moda, extendiendo sus propuestas incluso a la creación de estampados textiles para diversas compañías.

Su crítica al calzado moderno sigue la misma lógica. A través de la comparación entre el zapato clásico de cinco cordones masculino y la forma idealizada del pie que encajaría en él, Rudofsky subraya lo absurdo de un diseño que ignora las características naturales del pie humano. Esta denuncia se complementa con su incursión en el mercado del calzado, al fundar la empresa Bernardo Sandals, reconocida por introducir las sandalias en los Estados Unidos. Inspirado por el calzado representado en los grabados de la antigua Grecia y en las prácticas de culturas contemporáneas que aún utilizaban modelos más adaptados al cuerpo, Rudofsky reivindica estos diseños como más avanzados que los productos de su tiempo en cuanto a confort y adecuación anatómica.

A través de sus escritos y su labor como diseñador, Rudofsky invita a repensar la relación entre el confort, la funcionalidad y las formas culturales que adoptamos, desafiando las normas establecidas y promoviendo una visión más armoniosa entre las necesidades humanas y las soluciones tecnológicas y culturales.

Rudofsky, arquitecto de origen austro-húngaro, destaca por su enfoque radicalmente humanista, donde las necesidades y costumbres cotidianas de las personas constituyen el núcleo de su propuesta arquitectónica. En su obra, la arquitectura no es simplemente un ejercicio formal, sino que se configura como un marco al servicio de las prácticas de la vida cotidiana, basado en un profundo entendimiento de la cultura y las tradiciones. Un ejemplo claro de esta perspectiva se encuentra en la casa que proyectó en 1938 para su esposa en la isla de Procida, Italia. En lugar de enfocarse en la estructura o los aspectos formales de la vivienda, Rudofsky detalla meticulosamente elementos cotidianos, tales como cómo las personas deben dormir, comer, lavarse y almacenar sus pertenencias. Estas indicaciones, lejos de ser triviales, son consideradas por el arquitecto fundamentales para lograr una vida sana y digna. En este sentido, la arquitectura se presenta como un reflejo de estas prácticas, más que como una mera construcción estética.

Además, la referencia a las culturas consideradas “primitivas” juega un papel crucial en la concepción de su arquitectura. Rudofsky, al igual que otros pensadores de su tiempo, se aleja de las nociones occidentales de progreso y modernidad para afirmar que las culturas no occidentales ofrecen modelos de vida más avanzados que los de las sociedades industriales occidentales. Esto se ve reflejado en la inclusión de mitologías y tradiciones populares como influencias primarias en sus diseños. En los dibujos que acompañan sus proyectos, como los realizados para la casa de Procida, Rudofsky no solo ilustra las plantas y alzados de las viviendas, sino que también integra escenas mitológicas y literarias, como las del Odisea, que no solo humanizan, sino que también enmarcan la arquitectura en un contexto cultural más amplio.

Este enfoque interdisciplinario se extiende a otras de sus obras, como la Casa en Positano (1937) y la Casa Oro en Nápoles (1935), en las cuales Rudofsky explora la relación entre la vivienda y su entorno. Por ejemplo, la Casa Oro se erige como una especie de muro de contención contra la ladera, una decisión que no solo responde a necesidades estructurales, sino que también integra el paisaje en el diseño de manera simbólica y funcional. No obstante, pese a la importancia de estos proyectos, muchos de los cuales no llegaron a materializarse, su relevancia se afianza en la retrospectiva de su trabajo, como es el caso de su famosa exposición Arquitecturas sin arquitectos de 1964, en la que despliega una visión sobre la arquitectura no como una disciplina de élite, sino como un fenómeno cultural y popular, estrechamente vinculado a las tradiciones y formas de vida de distintos pueblos.

Un ejemplo emblemático de esta filosofía es la Casa Frigiliana, construida entre 1969 y 1971 en Málaga, que Rudofsky diseñó como su propia vivienda. Este proyecto refleja de manera crítica y radical las propuestas que Rudofsky venía defendiendo a lo largo de su carrera: una arquitectura sencilla, de volúmenes y patios, que responde a las necesidades humanas más elementales, sin lujos ni adornos innecesarios. La casa, en su austera belleza, reivindica los valores de la arquitectura tradicional, promoviendo una relación más armónica entre el ser humano y el entorno. En ella, el espacio vacío se convierte en un acto de resistencia contra la acumulación de objetos, al tiempo que la liturgia del baño, inspirada en grabados medievales y tradiciones orientales, se convierte en una forma de ritualizar la cotidianeidad.

En definitiva, la Casa Frigiliana no solo cuestiona las normas del espacio doméstico contemporáneo, sino que establece un nuevo modelo de vida arquitectónica, en la que el cuerpo y el paisaje son elementos esenciales. En este sentido, Rudofsky no solo toma como referencia la arquitectura de otras culturas, sino también las formas de vida contenidas en dichas arquitecturas. Su mirada, profundamente crítica hacia la arquitectura moderna y occidental, reivindica un retorno a lo esencial, donde la vivienda, más que una construcción, es un espacio de integración entre el ser humano y su entorno cultural, social y natural.

La imagen de la casa de Rudofsky en Málaga destaca como una expresión visual significativa que refleja tanto su aproximación arquitectónica como su perspectiva cultural. La imagen no solo transmite su interés por el diseño arquitectónico, ejemplificado por el banco y el suelo, sino que también pone de manifiesto su reflexión sobre otros aspectos de la vida cotidiana. La simplicidad de los muebles, las prendas y la dieta vegetariana de los habitantes, que reflejan una atención especial por la comida, se alinean con las preocupaciones fundamentales de Rudofsky sobre el modo de vivir y su relación con el espacio. Esta imagen sintetiza, por lo tanto, varios de los temas que caracterizan su pensamiento, en los que la arquitectura es entendida no solo como una forma estética, sino también como una manifestación de una vida coherente con valores y principios más amplios.

Siguiendo una línea de pensamiento similar, Aldo Van Eyck, al igual que Rudofsky, encontraba en la diversidad cultural una fuente inagotable de inspiración. Para Van Eyck, cada cultura representa un caso particular en el cual convergen las aspiraciones humanas y las soluciones creativas a sus necesidades. En su visión, Occidente es solo una de las múltiples manifestaciones culturales, un ejemplo dentro de un vasto repertorio de experiencias humanas. La arquitectura, en su concepción, debe ser una síntesis de esas distintas experiencias, y la tarea del arquitecto es reabsorber y reexperimentar las soluciones de otras culturas, reconociendo su validez universal.

Van Eyck sintetiza su pensamiento en el diagrama conocido como los círculos de Terleu, que visualiza tres dimensiones complementarias de la arquitectura. En el primer círculo, la planta del Partenón simboliza el pensamiento clásico, un orden autónomo que se valida por su propia estructura, especialmente cuando se enfrenta al objeto singular. El segundo círculo está representado por la contracomposición del pintor Theo van der Beur, del neoplasticismo, que para Van Eyck representa la pluralidad, la relatividad, y la armonía en movimiento del pensamiento moderno. Por último, el tercer círculo incluye la planta de un poblado de Nuevo México, que representa lo que Van Eyck denomina el “lobernáculo del corazón”, un espacio que surge de la espontaneidad y de un comportamiento colectivo, sin la intervención directa de arquitectos. Este último tipo de arquitectura ha logrado encontrar soluciones eficaces en ambientes hostiles, como el desierto, proponiendo formas constructivas que responden a las necesidades de las comunidades que las habitan, resolviendo, por ejemplo, el problema del alojamiento de grandes multitudes.

Para Van Eyck, la arquitectura no está confinada a una época o lugar específicos; es un lenguaje que ha encontrado respuestas adecuadas en diversas culturas, como las de Inglaterra, Japón, Samoa, Venecia, Birmania, o incluso en los trabajos de arquitectos como Brunelleschi, Borromini, Sullivan y Le Corbusier. Lo que verdaderamente importa no es tanto el objeto arquitectónico en sí, sino lo que estas diversas construcciones nos enseñan en términos de significado humano y cualidades esenciales del espacio. Al igual que Rudofsky, Van Eyck considera que las culturas no occidentales son válidas y que tienen mucho que aportar, proporcionando soluciones que siguen siendo relevantes para el presente.

El enfoque de Van Eyck, caracterizado por su interés en la diversidad cultural, se refleja también en su extensa documentación fotográfica, fruto de sus viajes. Estas imágenes no solo ilustran su trabajo arquitectónico, sino que también son testimonio de su proceso de aprendizaje y reflexión constante sobre las culturas con las que se encontró, proponiendo una arquitectura que no solo responde a necesidades funcionales, sino que también establece un diálogo profundo con el contexto humano y cultural.

Aldo van Eyck, arquitecto de renombre, es conocido por su relación con el arte etnográfico, una faceta que puede parecer, a primera vista, incidental en su práctica arquitectónica. Sin embargo, un análisis más profundo revela que esta fascinación no es simplemente un pasatiempo ni una colección al margen de su actividad principal, sino una dimensión crítica de su pensamiento y obra. Desde los años 60, Van Eyck comenzó a acumular objetos etnográficos, tales como escudos, vasijas, máscaras y lanzas, que combinaba con arte moderno en su residencia de Lunen. Este interés no se limitaba a la adquisición de objetos, sino que los incorporaba activamente en su discurso arquitectónico, utilizando su propia casa como un laboratorio visual y conceptual.

En sus conferencias y clases, Van Eyck recurría frecuentemente a estos objetos, fotografiándolos, transformándolos en diapositivas y presentándolos como piezas clave en la explicación de sus proyectos. A través de estas acciones, el arquitecto no solo compartía un conocimiento visual y etnográfico, sino que transmitía una visión más profunda sobre la simbiosis entre forma y contexto, entre arte y arquitectura. En un video de su conferencia, por ejemplo, se le observa interactuar con estos objetos, señalando patrones de simetría, composiciones, y las relaciones entre forma y fondo. Lo notable es la forma en que integraba estos objetos dentro de su arquitectura, lo que sugiere que, para Van Eyck, los objetos etnográficos no eran simples elementos decorativos, sino símbolos cargados de significados que resonaban con su visión de la arquitectura.

Este enfoque se pone de manifiesto en su célebre diagrama de los círculos de Outerloop, donde Van Eyck sintetiza tres dimensiones—la moderna, la clásica y la vernácula—en una estructura armónica. Sus objetos etnográficos, modernos y clásicos no solo coexistían en su colección personal, sino que se entrelazaban en sus proyectos arquitectónicos, como los Playgrounds de Ámsterdam. En estos espacios públicos, la disposición de los elementos—columpios, bancos, árboles y areneros—crea un campo de relaciones de reciprocidad, una red de “centros” que organizan el espacio, evocando la organización policéntrica que se observa en la pintura de Piet Mondrian, “Composición con rectángulos de colores” (1917), que también formaba parte de su colección.

La relación entre los elementos de la pintura de Mondrian y los de los Playgrounds de Van Eyck es reveladora: en ambas, los “centros”—ya sean cuadros de colores o elementos de juego—establecen vínculos entre sí, cualificando el espacio a su alrededor. Cada elemento de juego en los Playgrounds de Ámsterdam, como un “centro”, permite al usuario percibir y habitar el lugar de manera activa. Esta idea de la forma y el fondo como entidades igualmente dinámicas se refleja también en una escultura de las Islas Salomón que Van Eyck analizó en sus conferencias, una figura cuya forma, representada por peces en distintas partes del cuerpo, es tan activa como el espacio vacío que la rodea. Esta escultura ilustra lo que Van Eyck identificaba como una concepción activa del fondo, lo que contrasta con la tendencia común a considerar el fondo como algo pasivo.

En resumen, la fascinación de Van Eyck por los objetos etnográficos no puede ser vista como un simple coleccionismo, sino como una vía para explorar conceptos clave en su arquitectura: la interacción de formas, la relación entre fondo y figura, y la integración de diversas tradiciones visuales y culturales en una estructura coherente. Al incorporar estos elementos etnográficos en sus conferencias y proyectos, Van Eyck transformó su espacio personal en una extensión de su pensamiento arquitectónico, subrayando la importancia de los objetos como vehículos de significado en la creación de ambientes arquitectónicos complejos y multidimensionales.

La equivalencia entre el interior y el exterior en el proyecto del Orfanato de Ámsterdam (1959) de Van Eyck es un ejemplo claro de su enfoque arquitectónico, donde los espacios interiores y exteriores se articulan de tal manera que ambos poseen una importancia equivalente en la percepción del proyecto. La estructura está organizada de modo que, tanto en la planta como en la vista aérea, el exterior y el interior se presentan como lugares igualmente significativos, de los cuales se experimenta y se comprende el diseño. Este enfoque resalta una simetría conceptual en la que el fondo y la forma actúan de manera activa, similar a la dinámica entre las Islas Salomón y otros ejemplos visuales en su obra.

Van Eyck, además, desarrolla una exploración de la relación entre lo vertical y lo horizontal en sus proyectos. Un ejemplo de ello es la incorporación de un escudo de Nueva Guinea en la segunda planta de una de sus viviendas. En este caso, el escudo ilustra la interacción entre dos conceptos: el número 3, representando la verticalidad, y el número 4, que se asocia con la horizontalidad. A través de esta relación, el número 3 se abre y adquiere horizontalidad, mientras que el número 4, al revelar sus intervalos, desarrolla una dimensión vertical. Aunque el análisis de este escudo podría extenderse, lo esencial radica en cómo Van Eyck utiliza la mezcla de estos números como metáforas espaciales que van más allá de la simple representación visual.

Una manifestación más de esta hibridación entre lo vertical y lo horizontal se observa en la iglesia católica de La Haya, donde Van Eyck señala los intervalos de las crujías y sus respectivos ejes mediante la disposición central de los lucernarios. Este tratamiento de los espacios demuestra cómo se produce una integración entre la horizontalidad y la verticalidad, una característica recurrente en el trabajo de Van Eyck.

La fuente de inspiración de Van Eyck en objetos etnográficos de diversas culturas no debe ser malinterpretada como un acto de copia literal. Si bien muchos de estos objetos no estaban presentes cuando el arquitecto desarrollaba sus proyectos, es evidente que Van Eyck busca en estos artefactos afinidades que enriquecen su visión de la arquitectura. Estos objetos no son simples referencias formales, sino que modulan la manera en que el arquitecto observa, interpreta y realiza sus diseños, demostrando la influencia de culturas ajenas en su proceso creativo. Así, el trabajo de Van Eyck se configura como una búsqueda constante de resonancias y ejemplos que expanden su creatividad, permitiéndole transformar su visión arquitectónica y, por ende, su producción.

El análisis crítico de la influencia de las culturas ajenas en la arquitectura contemporánea ha sido un tema recurrente entre diversos arquitectos, y un claro ejemplo de ello es el caso de John Hudson. Este arquitecto danés, conocido principalmente por su proyecto de la Ópera de Sídney, fue impactado profundamente por su primera experiencia en las plataformas de las antiguas construcciones mayas de Uxmal y Chichen Itza en 1949. Al igual que el personaje de Cosimo Piovasco di Rondo, de la obra El varón rampante de Italo Calvino, quien descubre un nuevo mundo al ascender a la copa de un árbol, Hudson encontró, al observar desde las plataformas de estas edificaciones, una nueva manera de ver el mundo. Este momento de revelación no solo transformó su visión, sino que marcó un hito en su obra arquitectónica, la cual se caracterizó por la búsqueda constante de formas arquetípicas que reflejaran esa sensación de trascendencia que había experimentado.

Hudson, al igual que Van Eyck, utiliza la diversidad cultural como un recurso de inspiración crítica. Sin embargo, su acercamiento a la arquitectura maya y azteca no se limita a la mera fascinación por lo exótico. En sus viajes por Centroamérica, el Extremo Oriente y otras partes del mundo, Hudson se interesó por aquellas estructuras que representaban lo universal en su arquitectura, lo que él interpretaba como arquetipos de construcción que trascienden las fronteras culturales. De hecho, su artículo Plataformas y Mesetas ejemplifica cómo la geometría y la disposición de estas estructuras informaron profundamente el desarrollo de su obra posterior. El dibujo de un plano del horizonte con un grupo de nubes flotando sobre él, que aparece en dicho artículo, es considerado por muchos como un reflejo de esta búsqueda de lo trascendental, lo que ha sido identificado como la esencia de la obra de Hudson.

Este enfoque de Hudson, como se observa en su relación con las culturas mayas y aztecas, es un claro ejemplo de cómo la modernidad no debe ser vista como una ruptura con el pasado, sino como una revisión crítica de las estrategias arquitectónicas que incorporan influencias culturales diversas. Al igual que Van Eyck, Hudson entendió la importancia de una mirada global que cuestionara las premisas eurocéntricas que dominaron el movimiento moderno. Así, su obra se convierte en una reflexión constante sobre el vínculo entre lo local y lo universal, lo antiguo y lo moderno, mostrando cómo la arquitectura puede ser un vehículo para explorar nuevas formas de conocimiento y experiencia espacial.

El análisis de la obra de Hudson revela un enfoque integrador y crítico que fusiona diversos lenguajes arquitectónicos, tanto contemporáneos como vernáculos. A través de sus viajes y observaciones, Hudson incorpora conceptos de monumentalidad, proporción y horizontalidad presentes en culturas como las azteca, maya, bereber y marroquí, adaptándolos a su propio lenguaje arquitectónico. Su interés por la arquitectura vernácula, entendida como una respuesta a las condiciones climáticas y culturales específicas, no se limita a un contexto geográfico concreto, sino que se universaliza. De este modo, Hudson no solo recoge elementos de las arquitecturas tradicionales, sino que los reinterpreta bajo la lógica de la modernidad, buscando soluciones que resuelvan las necesidades funcionales y humanas sin renunciar a una cierta expresividad.

Este proceso de hibridación es particularmente evidente en sus proyectos, como las Kingo Houses, que, aunque ubicadas en Dinamarca, toman como referencia la arquitectura cerrada y compacta del norte de África. La decisión de organizar estas viviendas alrededor de un patio, un recurso característico de climas más cálidos, subraya la capacidad de Hudson para extraer y adaptar estrategias espaciales de contextos distantes. Sin embargo, esta integración no es simplemente un ejercicio estilístico; se trata de una búsqueda por construir una “arquitectura vernácula moderna”, que no solo se limite a un legado cultural específico, sino que trascienda las fronteras nacionales.

Es en este cruce de tradiciones y en la mezcla de la arquitectura nórdica, representada por Álvaro Siza, con la versatilidad de las soluciones vernáculas donde Hudson establece una respuesta crítica a la industrialización y la normalización del espacio en la modernidad. En este sentido, su obra se posiciona dentro de una corriente que intenta equilibrar los avances tecnológicos con la preservación de la identidad cultural, sin perder de vista las exigencias funcionales y estéticas de la vida contemporánea. La arquitectura de Hudson, por lo tanto, no se define por su localización geográfica, sino por su capacidad para mezclar tradiciones dispares en una nueva forma de entender el espacio habitable.

Las casas de Hudson, influenciadas por la arquitectura mediterránea y norteafricana, incorporan elementos clave como los patios, una estrategia que, aunque rememora el trabajo de Alvar Aalto, se presenta en un contexto en el cual el patio no forma parte de la tradición cultural local. Esta decisión, lejos de ser superficial, demuestra un enfoque profundo en la adaptación de elementos culturales ajenos, sin perder la esencia de su propuesta. El uso del patio, un componente esencial de la cultura vernácula de otras latitudes, se convierte en una herramienta funcional y simbólica en los proyectos de Hudson, los cuales destacan por su capacidad de conectar con las necesidades de los usuarios y su entorno.

Uno de los ejemplos más conocidos de Hudson es la Ópera de Sídney, cuya historia se enmarca en un incidente donde el arquitecto finlandés Eero Saarinen, tras llegar tarde a una reunión del jurado, rescató los planos de Hudson, que habían sido descartados. Aquel gesto de Saarinen, al decidir que el proyecto de Hudson debía ser el ganador, resalta no solo la originalidad de la propuesta, sino también la capacidad de Hudson para trascender las expectativas de su tiempo. La ópera de Sídney, con su forma icónica, es un ejemplo paradigmático de cómo Hudson aborda la complejidad de la modernidad sin renunciar a sus raíces culturales y técnicas.

Otro proyecto significativo de Hudson es la iglesia en Baxbair, que ilustra el uso magistral de la luz como elemento fundamental de la espacialidad, una constante en su obra. Al igual que en las propuestas de arquitectos como Van Eyck y Kahn, Hudson otorga un papel primordial a la luz natural, que se filtra en el interior a través de superficies cuidadosamente diseñadas, creando un ambiente cálido y envolvente. El diseño exterior de la iglesia, sencillo y cúbico, remite a la arquitectura agrícola vernácula danesa, mientras que su interior curvado y luminoso reinterpreta de manera creativa esas formas tradicionales. A través de esta reinterpretación, Hudson demuestra una sensibilidad excepcional hacia las arquitecturas vernáculas, las cuales no son meramente reproducidas, sino transformadas y recontextualizadas.

La casa en Portopetro, en Mallorca, conocida como Khanlís, es otro claro ejemplo de la interpretación cultural que caracteriza la obra de Hudson. En esta vivienda, construida entre 1971 y 1972, se perciben influencias evidentes de las ruinas de culturas antiguas, como las de Egipto o Grecia. Sin embargo, lejos de ser una simple evocación histórica, Hudson las incorpora de manera sutil, creando un diálogo entre lo antiguo y lo moderno, lo cultural y lo técnico. Este enfoque refleja la habilidad de Hudson para fusionar distintas tradiciones arquitectónicas sin caer en la imitación, sino enriqueciendo la modernidad con una mirada abierta y crítica hacia otras épocas y contextos.

El trabajo de Hudson revela un arquitecto que no solo se siente cómodo con los legados del pasado, sino que sabe reinterpretarlos de manera creativa, integrando influencias culturales dispares sin perder la esencia de la arquitectura moderna. Su obra refleja una constante búsqueda de innovación, no a través del rechazo de la modernidad, sino a través de su reinterpretación y expansión. Hudson utiliza los nuevos materiales y técnicas, heredadas de maestros como Le Corbusier y Mies van der Rohe, pero siempre con un enfoque que no renuncia a la riqueza de otras tradiciones culturales, ya sean occidentales, orientales o vernáculas.

Este proceso de reinterpretación crítica de fuentes históricas, tecnológicas o culturales es una característica común entre los arquitectos que han transitado por la modernidad. Lejos de una mera adopción o copia de formas y símbolos, estos arquitectos rehacen, reinterpretan y adaptan lo aprendido a sus propias experiencias y contextos. Este enfoque creativo y crítico hacia el legado cultural es lo que distingue la actitud moderna, que confía en la capacidad de transformación de la arquitectura sin abandonar su base cultural y técnica.

Es crucial entender que esta actitud moderna es fundamentalmente diferente de lo que se explorará en sesiones posteriores, donde se abordará el pensamiento postmoderno. Mientras que en la modernidad se confía en la reinterpretación y la búsqueda de valores universales aplicables a todas las culturas, el postmodernismo, como se verá más adelante, cuestiona esta posibilidad, enfocándose más en la fragmentación y la diversidad cultural. Sin embargo, la transición de la modernidad a lo postmoderno no es tan clara, y los arquitectos como Hudson, al recurrir a fuentes diversas y culturales, ya están comenzando a rozar los límites de lo que posteriormente se denominará postmodernismo.

La diferencia entre la modernidad y el postmodernismo en la arquitectura puede entenderse a través de la forma en que los arquitectos interpretan y reinterpretan elementos de diversas culturas. Los arquitectos modernos no buscan copiar literalmente elementos de otras culturas, como una columna griega o un relieve africano. En lugar de ello, intentan comprender los valores universales contenidos en la arquitectura de esas culturas, adaptándolos a sus propios proyectos sin replicar formas o símbolos específicos. Este enfoque, basado en la reinterpretación de los valores culturales, difiere claramente del postmodernismo.

El postmodernismo, según algunos críticos, abandona la idea de un valor universal que se puede descubrir a través del estudio de diferentes culturas. En lugar de buscar una comprensión profunda, los postmodernistas parecen adoptar una postura en la que “todo vale”, y en la que la copia se convierte en una herramienta principal. En este contexto, cualquier elemento arquitectónico, independientemente de su origen cultural o histórico, puede ser utilizado sin una reflexión crítica sobre su significado. Este enfoque superficial se diferencia radicalmente del enfoque moderno, que se basa en la reinterpretación y adaptación de valores universales.

Un ejemplo relevante para entender esta transición se encuentra en el análisis del edificio Girasole de Moretti, considerado por el arquitecto Eisenman como el primer edificio postmoderno. Según Eisenman, en Girasole las referencias históricas no se reinterpretan ni se utilizan de manera coherente con una idea central detrás del proyecto. En lugar de ello, estas referencias se emplean como recursos lingüísticos aislados, sin una cohesión que articule el conjunto del diseño. Este uso arbitrario de elementos arquitectónicos es lo que caracteriza, según Eisenman, la esencia del postmodernismo, en contraste con la modernidad, que se guía por una idea unificadora.

Por otro lado, arquitectos como Woodson siguen un enfoque en el que, aunque se inspiren en culturas no europeas, mantienen una idea central que organiza todas las decisiones del proyecto. En sus obras, se percibe una clara relación entre una plataforma horizontal que actúa como base, sobre la cual se colocan elementos arquitectónicos que sirven para estructurar la visión del horizonte. A diferencia de la postmodernidad, Woodson no emplea una acumulación arbitraria de fragmentos, sino que cada decisión está subordinada a una sola idea unificadora, lo que lo coloca dentro de la tradición de la arquitectura moderna.

En conclusión, mientras que los arquitectos modernos se distinguen por su capacidad para reinterpretar los valores universales de diversas culturas dentro de una estructura conceptual coherente, el postmodernismo se caracteriza por su uso ecléctico y a menudo aleatorio de elementos, carente de una visión central. Este contraste entre la reinterpretación profunda y la adopción superficial de elementos es fundamental para entender la transición entre la modernidad y el postmodernismo en la arquitectura.

La obra de Woodson puede entenderse como un acto de fundación de espacio. Su enfoque se despliega principalmente a través de la importancia de la sección, un elemento clave que aparece de manera recurrente en sus proyectos y que subraya una concepción más profunda del espacio que la que tradicionalmente se le asigna a la planta. En los dibujos de Woodson, se percibe que la sección no es solo un aspecto técnico, sino un medio para explorar el potencial espacial y simbólico de sus proyectos. Los croquis de la iglesia de Baxbaird, por ejemplo, transmiten una sensación de profundidad infinita, evocando la conexión entre la arquitectura y una experiencia trascendental. Esta perspectiva remite a la experiencia de Woodson al subir a las plataformas de las construcciones mayas en Uxmal y Chichen Itza, donde la verticalidad y la expansión del horizonte se convierten en el punto de vista de lo divino, una nueva forma de ver que transforma la relación entre el espacio y el observador.

Al contrastar estos bocetos con un dibujo previo de 1976 que ilustra una meseta con nubes en el horizonte, se revela una continuidad entre la obra de Woodson y su experiencia personal, particularmente un viaje a México en los años 50. Es posible rastrear en su trabajo una evolución que integra el paisaje de su propia vivencia del mundo. El proyecto de la casa Canlis, ubicada en Mallorca, ofrece una representación clara de cómo la observación del entorno, desde una plataforma orientada hacia el horizonte, se convierte en un acto de reflexión en el cual el paisaje se configura como una extensión de la vivencia del arquitecto. La plataforma, como un espacio fundacional, se convierte en el medio a través del cual Woodson articula su relación con el entorno, un entorno que, en su mirada, se fusiona con la experiencia personal del arquitecto.

El impacto de la etnografía en la arquitectura de posguerra también emerge como un elemento crucial para entender la relación entre el arquitecto y los habitantes. Este enfoque antropológico, que prioriza la comprensión interna de una cultura desde la perspectiva del nativo, introduce una nueva visión de la arquitectura como un proceso en el que los habitantes no son meros receptores de la obra, sino agentes activos en la construcción de sus propios espacios. La etnografía, al centrarse en la experiencia cotidiana de los seres humanos, propone una forma de pensar la cultura como un proceso dinámico de significación. En este contexto, la arquitectura, vista desde la etnografía, no solo responde a las intenciones del arquitecto, sino que involucra a los usuarios en un proceso compartido de creación y comprensión del espacio, un proceso que reconoce la importancia de las vivencias individuales y colectivas de los habitantes en la construcción de sus entornos.

En el análisis del estudio de Philippe Boudon sobre las viviendas de Le Corbusier en Pesac, realizado en 1967, se observa un giro significativo en la percepción de la arquitectura y la intervención de los usuarios. Boudon, lejos de considerar las transformaciones realizadas por los habitantes como una alteración negativa, las interpreta como un proceso de apropiación y adaptación vital de los espacios. Esta reinterpretación no solo rompe con la visión tradicional de la arquitectura como una disciplina rígida y impuesta, sino que plantea una visión más dinámica y flexible del espacio habitado.

El interés de Boudon y otros estudios contemporáneos por la participación activa de los usuarios toma fuerza al referirse a contextos no industrializados o no completamente transformados por la globalización y el consumismo. En particular, los países latinoamericanos se erigen como ejemplos paradigmáticos de una relación activa entre los habitantes y sus viviendas, ya que en muchas zonas de ciudades como Lima, México, Sao Paulo, Caracas y Guatemala, los sectores más marginados seguían siendo los principales actores en la autoconstrucción de sus hogares. Este fenómeno resalta la capacidad de los individuos para intervenir en el diseño y la transformación de su entorno, una capacidad que la industrialización y la estandarización arquitectónica tienden a relegar.

En este contexto, arquitectos como Turner, Habraken y Alexander desafían la hegemonía del arquitecto como experto técnico que impone soluciones estandarizadas, y proponen una arquitectura que fomente la participación activa de los usuarios. Estos arquitectos consideran que la creatividad y las necesidades particulares de los usuarios deben ser componentes esenciales en la concepción de los espacios, alejándose del modelo de arquitectura que prioriza la técnica y la estética sobre las posibilidades de intervención humana. Sin embargo, su visión no rechaza el progreso tecnológico, sino que busca utilizar sus avances para evitar sus efectos homogeneizadores, deshumanizantes y contaminantes.

Uno de los ejemplos más destacados de esta filosofía es Alejandro Aravena, arquitecto chileno reconocido por su enfoque participativo. Aravena ha trabajado con modelos de viviendas incompletas, las cuales son entregadas a los usuarios para que los terminen según sus necesidades y posibilidades, lo que subraya la idea de una arquitectura en constante evolución, adaptada a las realidades y deseos de sus habitantes.

Lo que estos arquitectos, Turner, Habraken y Alexander, defienden es una arquitectura que, aunque sustentada en avances tecnológicos, prioriza la capacidad de los usuarios para ser los verdaderos arquitectos de sus propios espacios. Al interpretar culturalmente las prácticas de autoconstrucción de diversas comunidades, estos pensadores buscan romper con las estructuras de poder impuestas por la modernidad y proponen un enfoque más inclusivo y participativo, que reconoce la autonomía y creatividad de los usuarios en la construcción de sus propios entornos habitacionales.

A partir de 1965, Turner comenzó a publicar sus experiencias en revistas de arquitectura, defendiendo una visión de la arquitectura en la que el usuario juega un papel activo en la configuración del espacio. Este enfoque fue ampliamente difundido en publicaciones como Architectural Design y Architectural Picot, que contribuyeron a que la cultura arquitectónica tomara conciencia de una realidad ampliamente ignorada: millones de personas vivían en viviendas autoconstruidas, carentes de servicios básicos, mientras que la actividad arquitectónica se concentraba en manos de unos pocos grupos privilegiados. En los escritos de Turner, la vivienda se presenta como un proceso activo, un espacio en constante evolución, defendiendo el reciclaje de materiales, el uso de los recursos locales y, sobre todo, la participación directa de las personas en la construcción de sus hogares.

De manera implícita, Turner realiza una crítica contundente al Movimiento Moderno y a su concepción del ser humano universal, así como a una práctica arquitectónica que no toma en cuenta la diversidad cultural y la capacidad de las personas para organizar sus propios espacios existenciales. En su intento por trasladar estas ideas de Perú al contexto europeo, Turner escribió varios libros centrados en las asociaciones vecinales, proponiendo un modelo autogestionado de construcción, donde no serían los arquitectos quienes decidieran por la mayoría. Sin embargo, cabe señalar que las propuestas de Turner son principalmente teóricas, ya que no se tradujeron en proyectos arquitectónicos concretos.

Mientras Turner se inspira en las realidades de las grandes ciudades latinoamericanas, la propuesta de Habraken surge como una crítica a los barrios europeos de posguerra, caracterizados por su frialdad, repetitividad, anonimato y, especialmente, la falta de participación. En su conocido libro Soportes, Habraken ofrece una alternativa al alojamiento masivo, centrando su propuesta en la distinción entre los elementos inamovibles y colectivos de un edificio, como las estructuras y las instalaciones, y aquellos que pueden ser flexibles, como la distribución interior, los muebles y los objetos. Este enfoque permite, mediante el uso de alta tecnología, una arquitectura residencial adaptable que da cabida a la flexibilidad, elección y reemplazo.

A raíz de esta propuesta, en Eindhoven, Países Bajos, se creó un grupo de investigación que continuó explorando la idea de Soportes, desarrollando programas piloto y prototipos de edificios residenciales que promueven la flexibilidad y la posibilidad de elección y modificación por parte del usuario. Las imágenes que acompañan estos textos ilustran claramente este concepto: en ellas, el “soporte” fijo del edificio coexiste con la fase final del proceso, donde el usuario tiene la capacidad de decidir cómo será su vivienda.

Ambas propuestas, aunque surjan de contextos diferentes, ponen en evidencia la necesidad de reconsiderar la relación entre el individuo, el espacio y la arquitectura, desafiando los principios de una práctica arquitectónica que históricamente ha sido excluyente y rígida. Sin embargo, mientras las propuestas de Turner se mantienen en el terreno de lo conceptual, las de Habraken se implementan de forma más tangible, lo que plantea la cuestión de si la teoría puede tener un impacto real en la transformación del entorno construido.

El análisis de los procesos participativos en la arquitectura, en particular en los ejemplos de edificios con estructuras similares pero resultados divergentes, revela una tensión entre la participación activa de los usuarios y las metodologías tradicionales de diseño arquitectónico. Aunque estos procesos son representativos de una aproximación que resuena con los ideales de arquitectos como los miembros del Team10, particularmente Candilis, se puede observar una evolución que va más allá de las propuestas convencionales de la época. La mayor repercusión en esta línea de pensamiento recae en la propuesta del arquitecto Christopher Alexander, quien articula su visión sobre la participación del usuario y la arquitectura sin arquitectos.

La contribución de Alexander a la disciplina arquitectónica se encuentra en su investigación sobre los procesos que intervienen en la forma arquitectónica y su relación con el contexto, los cuales culminan en el sistema de composición arquitectónica denominado lenguaje de patrones, descrito en su libro de 1977. A lo largo de los años 60 y 70, Alexander desarrolló una serie de estudios interdisciplinarios, integrando la sociología, la psicología, la ecología y la antropología, con el fin de establecer modelos que cuantificaran y definieran los elementos que generan la forma arquitectónica. Esta labor no solo es una reflexión técnica, sino también un análisis cultural profundo, que busca identificar patrones comunes en la forma construida a lo largo del tiempo y en diversas culturas.

A través de diagramas y gráficos, como el presentado en la imagen de fondo negro, Alexander propone una organización de la ciudad en malla o rejado policéntrico, un contraste con la tradicional estructura en árbol que predominó en muchas ciudades modernas. Esta propuesta busca la creación de relaciones espaciales más democráticas y menos jerárquicas, alineadas con su visión de un entorno urbano más orgánico y adaptable.

El lenguaje de patrones de Alexander se presenta como un catálogo, cuyo enfoque abarca desde la escala territorial hasta los detalles del mobiliario interior. Con más de 300 patrones, cada uno comienza con una representación fotográfica, seguida de una descripción y resolución de los problemas formales, funcionales y simbólicos asociados. Los patrones abordan cuestiones generales como la vecindad identificable (patrón 14) o el ciclo vital (patrón 26), así como detalles constructivos específicos, como se observa en el patrón que trata sobre huecos para niños (patrón 203). En este caso, la investigación de Alexander señala la recurrencia de un elemento arquitectónico – las cavidades para niños – presente en diversas culturas a lo largo de la historia.

La organización de estos patrones no es arbitraria, sino que está diseñada para relacionar patrones de temas similares, creando un sistema interconectado que permite una comprensión holística de la forma arquitectónica. Así, Alexander no solo busca que la arquitectura sea accesible para cualquier usuario, sino que también le otorga la posibilidad de crear su propio espacio a partir de una serie de patrones interrelacionados. Esta visión, que promueve la idea de que cualquiera podría construir su propia casa, refleja un enfoque que desafía las convenciones tradicionales de la arquitectura como un arte exclusivo de los profesionales, promoviendo una mayor accesibilidad y flexibilidad en la creación del entorno construido.

El proyecto de Alexander, aunque ambicioso en su alcance, también se enfrenta a críticas sobre la aplicabilidad y las limitaciones del sistema, especialmente en contextos urbanos complejos o en proyectos a gran escala. Sin embargo, su contribución ha tenido un impacto duradero en la teoría de la arquitectura y sigue siendo una referencia importante en las discusiones sobre la participación y la accesibilidad en el diseño arquitectónico.

En la obra de Christopher Alexander, se observa un intento por rediseñar la arquitectura a través de la integración de patrones de habitar que, según él, son universales y comunes a todas las culturas. Esta propuesta se materializa en proyectos como el presentado para el concurso de PREVI en Lima en 1966, donde la flexibilidad y la evolución del espacio responden a las cambiantes necesidades de los usuarios a lo largo del tiempo. De manera similar, en el Café Lindt en Viena, Alexander emplea este enfoque basado en patrones para configurar una atmósfera particular, ajustada a las sensaciones de los habitantes. En ambos casos, la arquitectura se presenta como una suma de partes, cada una de ellas pensada para generar una experiencia específica.

Sin embargo, el sistema de Alexander, aunque atractivo en su concepto, enfrenta varias críticas. El proceso de diseño se fragmenta en exceso, y la articulación entre los diferentes elementos resulta compleja, lo que conlleva a una falta de coherencia estructural en los proyectos. Esta fragmentación puede entenderse como un indicio de un cambio hacia una arquitectura más postmoderna, al menos en cuanto a la concepción del diseño. La tendencia a incorporar fragmentos heterogéneos y a alejamiento de una visión unificada en los proyectos arquitectónicos hace que su obra carezca de la fuerza integradora que caracterizó al Movimiento Moderno. Los edificios resultantes, aunque innovadores, parecen despojarse de la solidez que otorgan las decisiones arquitectónicas coherentes, lo que los aparta de la tradición modernista.

Al considerar el panorama global de los arquitectos analizados, es posible identificar un patrón común: un creciente interés por las ciencias sociales y los estudios antropológicos. Este enfoque, aunque diverso en sus aplicaciones, se refleja en la manera en que se abordan las necesidades y actividades humanas en la arquitectura de posguerra. No se debe confundir el empleo de la diversidad cultural como fuente de inspiración —como hacen figuras como Van Eyck o Hudson— con una crítica directa sobre la responsabilidad del arquitecto hacia los usuarios, como se observa en los arquitectos discutidos en este contexto. No obstante, estas posiciones no están completamente separadas; ambas provienen de un mismo interés por lo etnográfico, lo que permite una interpretación más matizada de sus trabajos.

En definitiva, la obra de estos arquitectos refleja una sensibilidad renovada hacia las realidades concretas y humanas de los habitantes, lo que implica una crítica a los principios universalistas del Movimiento Moderno. Esta crítica se manifiesta en una integración de diversas influencias y en una ampliación del vocabulario arquitectónico más allá de los límites establecidos por la tradición europea. Sin duda, estos trabajos representan una transición hacia nuevas formas de abordar la arquitectura, más abiertas a la diversidad cultural y a las necesidades individuales de los usuarios.

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