Guerra de Revistas. Arquitectura italiana 1945-65

Guerra de Revistas. Arquitectura italiana 1945-65

En los años finales de la década de 1950, el panorama internacional de la arquitectura se encontraba marcado por una incertidumbre palpable respecto a la dirección que debía tomar la cultura arquitectónica. A nivel global, los debates eran intensos, y dos grandes tendencias comenzaban a tomar forma: la primera, representada por figuras como el grupo Archigram y otros como Cedric Price, propugnaba una arquitectura centrada en la tecnología avanzada y en las posibilidades futuras del diseño. Estos movimientos visualizaban un horizonte marcado por la alta tecnología, un enfoque que no solo redefinía la funcionalidad, sino que además aspiraba a transformar radicalmente la relación entre el ser humano y su entorno construido. La segunda tendencia, en cambio, emergía de arquitectos como Louis Kahn y Le Corbusier, quienes buscaban anclar el proyecto moderno a un análisis más profundo de la historia y la tradición arquitectónica.

El contraste entre estas posturas se evidenció aún más en los debates generados por publicaciones de gran relevancia en la época. Reiner Banham, defensor del enfoque tecnológico, criticaba duramente a los arquitectos italianos que defendían la vuelta a la tradición y a la historia, acusándolos de traicionar los ideales del Movimiento Moderno. A través de sus editoriales en The Architectural Review, Banham atacó ferozmente ejemplos como la Torre Velasca en Milán y la botega de Erasmo en Turín, proyectos emblemáticos de Ernesto Nathan Rogers, que se alineaban con una reinterpretación de las formas modernas pero enraizadas en el contexto histórico local.

Banham, representante del modelo de alta tecnología británico, señalaba a los italianos por su retorno a lo “formal” y su aparente renuncia a las innovaciones tecnológicas que él consideraba la verdadera vanguardia. Esta postura fue apoyada por los Smithson, quienes, en el Congreso CIAM de Otterloo de 1959, acusaron a Rogers de formalismo y de una estética que, según su interpretación, resultaba “moralmente peligrosa” para la sociedad. A través de estas críticas, se desencadenó un verdadero debate internacional sobre las posibilidades y límites del Movimiento Moderno, abriendo la puerta a nuevas interpretaciones sobre su legado y futuro.

Los proyectos de Rogers, lejos de seguir el camino de la utopía tecnológica de Archigram, se distanciaron significativamente de las propuestas de los británicos. La Torre Velasca, con sus formas evocadoras de castillos medievales y estructuras visibles de hormigón, se erige como una provocación consciente frente a la pureza funcionalista de los edificios modernos. De manera similar, la botega de Erasmo de Gavetti y Di Sola, con su fachada de ladrillo, ventanas verticales y elementos de hormigón, se distancia de la estética racionalista, en un intento por reconciliar la modernidad con el contexto histórico y cultural de la ciudad. En lugar de rechazar la historia como lo hicieran los arquitectos del Movimiento Moderno en sus primeros años, los arquitectos italianos decidieron apropiarse de ella, creando un híbrido que, si bien rompía con los cánones modernos, no renunciaba a su espíritu esencial.

Este replanteamiento de la modernidad en Italia, sin embargo, no debe verse como un simple retorno a formas del pasado, sino como una reinterpretación crítica del Movimiento Moderno, que incorpora elementos históricos sin perder de vista las necesidades y demandas de la arquitectura contemporánea. Mientras que los británicos, con Archigram a la cabeza, impulsaban un proyecto de futuro basado en la tecnología, los italianos abogaban por una síntesis entre el pasado y el futuro, desafiando la idea de la tabula rasa que había sido central en los primeros años del Movimiento Moderno.

En conclusión, el debate que surgió entre las posturas representadas por Reiner Banham y Ernesto Nathan Rogers no solo reflejaba una lucha por el futuro de la arquitectura, sino que también señalaba una de las tensiones más profundas del siglo XX: la dicotomía entre el avance imparable de la tecnología y la necesidad de anclarse en una tradición cultural y arquitectónica rica y compleja. Ambas posturas, aunque aparentemente opuestas, compartían una misma ambición: redefinir el papel de la arquitectura en la sociedad moderna, aunque a través de vías radicalmente distintas.

El contexto arquitectónico italiano posterior a la Segunda Guerra Mundial presenta un escenario complejo, marcado por una estrecha relación entre la teoría y la práctica arquitectónica, una característica distintiva de la arquitectura en Italia durante esa época. En este contexto, los arquitectos italianos no solo se dedicaban a la construcción, sino que también asumían un rol activo como teóricos de la arquitectura, utilizando las revistas especializadas como medio para propagar sus ideas. Las principales publicaciones arquitectónicas de Italia en los años 50 y 60 estaban dirigidas por figuras influyentes del ámbito arquitectónico, lo que reflejaba la interconexión entre el ejercicio profesional y la producción intelectual.

El fenómeno de la “guerra de revistas” se configura como un campo de batalla ideológico, donde diversas corrientes arquitectónicas se disputaban la hegemonía. Revistas como Metron, editada por Bruno Zevi, defendían una arquitectura orgánica basada en las ideas de Frank Lloyd Wright, mientras que publicaciones como Spazio, bajo la dirección de Luigi Moretti, intentaban consolidar una visión renovadora del movimiento moderno. Por su parte, revistas como Domus, dirigida brevemente por Nathan Rogers, y Casavela —que, tras la guerra, adoptó el nombre Casavela Continuità— se posicionaban en un espacio intermedio, defendiendo el legado del movimiento moderno pero con un enfoque crítico sobre sus logros previos. Estas publicaciones, además de su valor como medios teóricos, se convirtieron en vehículos fundamentales para la difusión de debates y confrontaciones ideológicas.

La rivalidad entre estas publicaciones no solo revela una diversidad doctrinal, sino también una pluralidad geográfica que refleja las tensiones internas dentro de la Italia de la posguerra. Este entorno plural es también indicativo de un rasgo esencial de la cultura italiana: el arquitecto no se limitaba a ser un técnico, sino que asumía un rol intelectual, actuando como autor de una narrativa arquitectónica que se interrelacionaba con el contexto político y social del momento.

Italia, durante este período, estaba atravesando una reconstrucción política, económica y social tras los estragos de la dictadura fascista. La arquitectura de la posguerra no solo respondía a cuestiones estéticas y técnicas, sino que también se encontraba estrechamente vinculada con la reconstrucción de un país devastado. La cultura de la resistencia, representada por movimientos antifascistas y las canciones emblemáticas como Bella Ciao, influía en la concepción de los arquitectos, muchos de los cuales provenían de las clases altas pero compartían una profunda preocupación social, alineándose mayoritariamente con los movimientos de izquierda.

Por lo tanto, la comprensión de la arquitectura italiana en estos años debe situarse en un contexto de tensión ideológica y social, donde la teoría y la práctica arquitectónica no solo eran un reflejo de la evolución formal, sino también de la reconstrucción ideológica del país. La figura del arquitecto se desdibujaba entre el creador formal y el intelectual comprometido, asumiendo un papel protagónico en la definición de una nueva Italia.

La arquitectura italiana de la posguerra, influenciada por contextos políticos y sociales específicos, refleja la compleja interacción entre ideología y diseño. Los arquitectos militantes de izquierdas, especialmente aquellos vinculados al Partido Comunista Italiano (PCI), sostenían puntos de vista que fusionaban sus convicciones políticas con sus propuestas arquitectónicas. En términos generales, se puede identificar tres principios clave que definieron su visión: en primer lugar, un reconocimiento del papel crucial de los sectores populares como actores en la resistencia antifascista; en segundo lugar, la importancia de conectar con los maestros de la arquitectura de los años 20, buscando continuidad en una tradición crítica con los ideales fascistas; y en tercer lugar, una firme defensa de la ciudad como espacio colectivo, entendido como un reflejo de una sociedad libre y un patrimonio cultural común.

Sin embargo, estos puntos no deben considerarse como conclusiones definitivas, sino como puntos de partida para comprender la postura de los arquitectos italianos en la inmediata posguerra. A medida que se examinan los desarrollos de la época, surgen características particulares de la arquitectura italiana que la distinguen del resto del Movimiento Moderno. En primer lugar, la fuerte presencia de la historia y la tradición, elementos que se entrelazan de forma constante en las prácticas arquitectónicas italianas, tanto en el ámbito urbano como en el metodológico. Esta conexión con la tradición, lejos de ser un obstáculo, permitió a muchos arquitectos italianos desarrollar soluciones que se apartaban de las convenciones más estrictas del Movimiento Moderno.

Una segunda característica relevante es el continuo debate entre la ideología política y la arquitectura. Este diálogo contribuyó a impregnar la arquitectura italiana de un carácter político definido, donde las decisiones de diseño se vieron frecuentemente condicionadas por factores políticos, socioeconómicos y metodológicos. Si bien esta interacción no debe ser considerada necesariamente negativa, sus consecuencias fueron mixtas, dando lugar tanto a efectos positivos como a resultados ambiguos, como veremos a lo largo de la historia.

La tercera característica esencial de la arquitectura italiana de esta época es su inherente ambigüedad, que se manifiesta en complejidades de significado y, en ocasiones, en ineficacias. Esta ambigüedad, lejos de ser un defecto, constituye la base del lenguaje expresivo que caracteriza a la arquitectura italiana de posguerra, confiriéndole una riqueza interpretativa y un grado de flexibilidad poco comunes en otros contextos.

En este marco, la figura de Giulio Carlo Argan adquiere una importancia central. En su obra Proyecto y Destino (1965), Argan ofrece una reflexión crítica sobre la arquitectura italiana, fusionando una perspectiva formalista con una visión más comprometida socialmente, influenciada por su lectura marxista. Argan propone un análisis que no solo aborda la historia del arte desde una óptica estética, sino que también enfatiza la relación entre arquitectura, sociedad, poder, trabajo y lucha de clases. Además, Argan se posiciona en defensa del trabajo artesanal frente a la producción industrial, criticando las dinámicas de la sociedad de consumo, las cuales, según él, son una manifestación directa de las leyes del capitalismo. Este enfoque, por su carácter integral y profundamente crítico, ofrece una herramienta útil para comprender la arquitectura italiana de la posguerra, sus tensiones ideológicas y sus búsquedas formales.

La comprensión de la arquitectura italiana de posguerra se ve profundamente influenciada por los textos de Argan, que resultan fundamentales para contextualizar la evolución arquitectónica en Italia en las décadas posteriores. En particular, la crítica que Argan realiza al funcionalismo, un componente clave del movimiento moderno, señala una de las tensiones centrales de la época. El funcionalismo, al reducir la arquitectura a lo esencial, puede percibirse como una imposición alienante, ya que subordina todos los aspectos del diseño a la utilidad práctica. Este enfoque, si bien pragmático, ignora los aspectos simbólicos y emocionales que pueden enriquecer la experiencia arquitectónica. La arquitectura italiana de la posguerra, en especial la de los años 50 y 60, se aleja de este enfoque, buscando una identidad que se distinga del modernismo funcionalista.

A pesar de que muchos de los arquitectos de esta época, como Albini, Gardella, y otros como Ernesto Nathan Rogers o Carlo Scarpa, habían sido formados bajo los principios del racionalismo en la época anterior a la guerra, la situación italiana presenta particularidades clave. A diferencia de otros países europeos que vieron cómo los regímenes fascistas, como los de Hitler o Stalin, prácticamente proscribieron la arquitectura moderna a favor de estilos más neoclásicos o autoritarios, en Italia, el régimen de Mussolini había apoyado activamente el racionalismo. El caso emblemático de la Casa del Fascio de Giuseppe Terragni ilustra cómo, durante el fascismo, la arquitectura racionalista se fusionó con el novecentismo, un estilo que reflejaba la voluntad de Italia de mantener una conexión con su glorioso pasado clásico.

Este contexto político y cultural explica por qué, al finalizar la guerra, los arquitectos italianos, muchos de ellos de orientación izquierdista, rechazaron el racionalismo asociado con el fascismo. Para ellos, la arquitectura racionalista no solo había sido contaminada por la política autoritaria, sino que además resultaba incapaz de abordar la complejidad del contexto histórico italiano. Este rechazo no se limitaba a una crítica superficial, sino que implicaba una revisión profunda de los principios del movimiento moderno. La presencia constante de edificios históricos, como los que adornan las calles de Roma, subrayaba la necesidad de una arquitectura que no se desligara completamente de la tradición.

Entre las obras racionalistas previas a la guerra que ilustran esta transición se encuentran las realizadas por arquitectos como Figgini y Polini, cuya casa es una clara reinterpretación de los cinco puntos de la arquitectura de Le Corbusier. Sin embargo, hacia finales de los años 30, un nuevo enfoque del racionalismo emergía, más consciente de la necesidad de dialogar con la realidad histórica y cultural de Italia. Esta evolución hacia un racionalismo crítico marcó una diferencia esencial con las propuestas del modernismo internacional, pues reconocía que la arquitectura debía ser también una manifestación de los valores y la historia de un lugar.

Este giro hacia una nueva visión arquitectónica italiana no solo implicó un distanciamiento del funcionalismo, sino también una reflexión sobre cómo la modernidad debía integrarse en un contexto con una rica carga histórica. En definitiva, los arquitectos italianos de la posguerra, con su visión crítica del racionalismo, abogaron por una arquitectura que no solo respondiera a necesidades funcionales, sino que también se conectara con la identidad cultural e histórica del país.

El legado histórico del patrimonio arquitectónico está constantemente presente, tan evidente que resulta imposible eludirlo. La arqueología, como un proceso que desentierra vestigios del pasado, pone de manifiesto la perennidad de los elementos históricos. Basta con excavar para encontrar restos de estructuras romanas que datan de hace más de dos mil años, una evidencia que resalta la irreductible presencia del pasado en el presente. Este fenómeno refleja una realidad en la que el pasado nunca está verdaderamente ausente; en cualquier rincón se puede hallar una piedra que hable de una época ya distante.

En este contexto, figuras como Gardella desempeñan un papel fundamental. En 1938, el arquitecto italiano comienza a incorporar materiales y técnicas de las tradiciones locales, como el ladrillo visto o las celosías, en la construcción del dispensario antituberculoso de Alejandría. Con esta obra, Gardella anticipa una crítica a la arquitectura funcionalista y austera, predominante en la arquitectura moderna, una postura que cobrará mayor relevancia tras la Segunda Guerra Mundial. La tradición arquitectónica, lejos de ser una referencia pasada, se presenta como una herramienta crítica para redefinir la arquitectura contemporánea.

Por otro lado, Gio Ponti, reconocido como una figura destacada en la arquitectura moderna, también experimenta una revisión crítica de las ideas racionalistas. Ponti, director de la revista Domus, dirige su mirada hacia una arquitectura mediterránea más cálida y acogedora, distante de la rigidez del racionalismo europeo. Obras como la Casa Murallas de Porta Venecia en Milán o la Villa Donegani (1940) reflejan esta transición. Además, su colaboración con el arquitecto Bernal Rudovsky, plasmada en la revista Domus, ilustra la influencia del Mediterráneo en su visión de la arquitectura como un arte de vivir. La famosa frase de Ponti, “el Mediterráneo enseñó a Rudovsky y Rudovsky me enseñó a mí”, sintetiza este enfoque. Así, la crítica al movimiento moderno no solo se da en las obras, sino también en los intercambios intelectuales que abren nuevos horizontes en el diseño arquitectónico.

De este modo, los proyectos que se desarrollan después de la guerra no deben entenderse como una ruptura radical, sino como una continuación de un proceso de revisión que ya se había iniciado antes del conflicto. En este proceso, la arquitectura popular se convierte en una fuente de inspiración, un modelo referencial para los arquitectos que abogan por una modernidad más flexible y menos dogmática.

Para comprender la evolución de la arquitectura italiana en el período posterior a la guerra, es útil dividir el análisis en dos polos contrastantes: Roma y Milán. Roma, con su falta de una tradición de arquitectura racionalista y su estrecha vinculación con clientes públicos y el poder político, representa una situación de desventaja frente a otras ciudades. En contraste, Milán emerge como un centro industrial con una clientela privada que ha mantenido viva la lucha por la arquitectura moderna, un contexto en el que se cultiva una fuerte tradición de innovación.

En 1944, el grupo de arquitectos milaneses del CIAM (Congrès Internationaux d’Architecture Moderne) establece el primer plan de reconstrucción de Milán. En 1945, el mismo grupo fundará el movimiento de estudios para la arquitectura, que aglutina a los arquitectos que se identifican con el movimiento moderno. Ese mismo año, la revista Casabella reanuda su publicación bajo el nombre de Casabella Continuità, y se restablecen vínculos con los grupos internacionales del CIAM, lo que culminará en la celebración del CIAM de 1949 en Bérgamo. Este entorno refleja una Milán dinámica y comprometida con el avance de la arquitectura moderna, en contraste con otras realidades urbanas como la de Roma, más conservadora y vinculada a las estructuras de poder político.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, en 1946, Rogers asume la dirección de la revista Domus, con el objetivo de establecer lo que él mismo define como una nueva moral y una nueva sociedad, fundamentada en los principios del movimiento moderno. Este periodo postbélico refleja un optimismo por parte de los arquitectos y pensadores contemporáneos, que aspiran a reconstruir la sociedad a través de una renovación no solo material, sino también moral y cultural. En este contexto, el grupo de arquitectos migrantes, influenciado por el racionalismo y la modernidad, busca aplicar los preceptos del Movimiento Moderno en la construcción de viviendas y servicios públicos, como parte de un proyecto más amplio de reconstrucción social.

En este sentido, el trabajo de Rogers va más allá de la mera promoción de un estilo arquitectónico; se trata de una crítica a la Italia antimoderna de la época, donde el racionalismo aún no había logrado establecerse como corriente dominante. Su lucha se concentra en desprovincializar la cultura arquitectónica italiana, introduciendo los postulados del Movimiento Moderno, que en ese momento se percibían como una novedad que debía ser incorporada a la tradición constructiva italiana. Esta resistencia no solo se dirige contra el pasado fascista, sino también contra una Italia anclada en tradiciones arquitectónicas arcaicas. Un ejemplo claro de esta postura se refleja en el proyecto de Rogers para el monumento a los caídos en los campos de concentración, en el cual se observa una clara influencia del lenguaje arquitectónico abstracto de la primera mitad del siglo XX, con el uso de líneas de acero y planos suspendidos.

Además de la revista Domus, otro hito de esta época es la publicación del Manual del arquitecto, bajo la responsabilidad de Mario Ridolfi. Este libro representa un intento de codificar las técnicas constructivas tradicionales italianas, pero también debe leerse como una crítica política y social, orientada a la recuperación de la arquitectura popular, que había sido testigo de la resistencia antifascista. Si bien los proyectos arquitectónicos más destacados de la época provienen del propio Rogers, como viviendas y comercios, la obra más relevante en Milán, y quizás la más significativa de este periodo en Italia, es la remodelación del Palazzo Bianco de Franco Albini en Génova. Esta obra, con su rigor sensible y abstracto, se erige como paradigma de la mejor arquitectura italiana de la posguerra, consolidando la noción de una arquitectura que trasciende lo estético para convertirse en un vehículo de transformación social.

El enfoque de Bruno Zevi, tanto en su revista Metron como en sus publicaciones, muestra una confrontación directa con el racionalismo imperante en la arquitectura moderna de la época. Fundada en 1945, Metron se posiciona en un extremo opuesto al racionalismo de la escuela de Le Corbusier y Mies van der Rohe, abogando en cambio por una “arquitectura orgánica” que toma inspiración de las ideas de Frank Lloyd Wright. Este giro hacia una arquitectura que responde a las necesidades del entorno y del ser humano se articula no solo en los textos de Zevi, sino también en sus esfuerzos por transformar la realidad arquitectónica italiana, reflejados en la fundación de la Asociación para la Arquitectura Orgánica (APAO).

El crítico arquitecto italiano no solo ofrece una defensa robusta de la obra de Wright, sino que busca también aplicar sus principios en proyectos de menor relevancia, que, en comparación con su contribución teórica, carecen de la misma profundidad. Esto subraya la premisa de que Zevi fue, en primer lugar, un historiador mucho más destacado que un arquitecto. La APAO, a pesar de sus esfuerzos por revitalizar el campo de la arquitectura orgánica, se disolvió en 1949, enfrentando diversos obstáculos, entre los cuales destaca la fundación del INACASA, que reorientó las prioridades hacia la construcción de viviendas para trabajadores.

Sin embargo, más allá de sus desafíos, el periodo postbélico en Italia fue testigo de una auténtica efervescencia de propuestas arquitectónicas, especialmente en Roma, donde surgieron proyectos de gran calidad como el Monumento de las Fosas Ardeatina y los concursos de la estación Termini, que capturan una sensibilidad hacia el material y el contexto. Estas iniciativas arquitectónicas, además de estar influenciadas por la estética de la arquitectura orgánica, mostraron un resurgir de elementos de la cultura expresionista alemana, lo que enriqueció el panorama arquitectónico de la época.

A medida que avanzaban los años 50, la arquitectura italiana comenzó a experimentar lo que Vittorio Gregotti denominaría como “aspiración al realismo”. Este fenómeno no solo se reflejaba en la arquitectura, sino que estaba profundamente ligado al movimiento cinematográfico neorrealista que marcó la posguerra en Italia. El neorrealismo, que abogaba por una representación auténtica de la vida cotidiana de las clases populares, se extendió más allá del cine, infiltrando el campo arquitectónico. La aspiración al realismo se puede entender de tres maneras: como una expresión ideológica vinculada a la izquierda patriótica, como un regreso a la tradición y la historia, y como un esfuerzo por captar la “realidad” en su sentido más genuino.

Este periodo representa un momento crucial en la evolución de la arquitectura moderna italiana, donde la transición entre la teoría y la praxis se ve influida por las tensiones políticas y sociales que la posguerra había generado. La aspiración al realismo no solo reflejaba un giro hacia una mayor inclusión de la tradición, sino también una búsqueda por hacer frente a los desafíos de la modernidad mediante un enfoque más empático y humano, alineado con los cambios sociales profundos que atravesaba Italia.

El análisis de la aspiración al realismo en la arquitectura de los años 50, propuesta por arquitectos como Gregotti, revela una paradoja intrínseca: aunque estos arquitectos abogaban por un acercamiento a la realidad, su visión no correspondía con la realidad política de la Italia de la posguerra. Al intentar articular una arquitectura para las clases populares, sus propuestas no lograban captar la complejidad de la situación política en ese contexto. En 1948, la derrota de las izquierdas políticas y el ascenso de la democracia cristiana marcaron un giro en la política italiana, diluyendo las ideas de un proletariado fuerte y organizado, que los arquitectos de izquierda intentaban reflejar en sus diseños. Así, lo que se presenta como una aspiración a la realidad es en realidad una construcción de una realidad ideada, más que una representación fiel de la situación política y social.

La insistencia en los detalles constructivos y las técnicas artesanales refleja un intento de acercarse a un ideal de arquitectura popular, pero esta aproximación peca de una visión idealizada que no toma en cuenta las condiciones de dominación social presentes en las viviendas populares de épocas pasadas. Aunque se veía como un medio para alcanzar una arquitectura genuinamente popular, el uso de elementos tradicionales y artesanales resalta, más bien, las relaciones de poder que caracterizaban las clases sociales en el momento de la construcción de tales viviendas.

Un ejemplo emblemático de esta tendencia es el barrio Inacasa en Roma, proyectado entre 1950 y 1954 por Cuaroni, Ridolfi y Aimonino. Este proyecto representa una de las expresiones más claras de la aspiración a una arquitectura popular alejada del lenguaje burgués, sin embargo, su diseño retrocede a estéticas y soluciones que parecen ser más propias de épocas pasadas, como el siglo XIX o principios del XX. Esta recuperación de lo popular, aunque aparentemente atractiva, evidencia una desconexión con la realidad contemporánea y presenta, en su conjunto, una cierta grotesquez en su forma, que refleja las contradicciones y dificultades propias de la arquitectura italiana de la época.

A pesar de los aspectos ambiguos y casi anacrónicos del barrio Inacasa, existen otros proyectos más exitosos en esta misma dirección. Los apartamentos de Ridolfi en Viale Etiopía, por ejemplo, demuestran un equilibrio entre la dureza de la estructura urbana y una imagen de densificación y estratificación que no renuncia al carácter moderno de la vivienda. En estos proyectos, Ridolfi logra una síntesis entre la épica popular y los ideales del movimiento moderno, sin sacrificar la tipología funcional que caracteriza la arquitectura de su tiempo.

A través de estas obras, se observa una búsqueda de un lenguaje arquitectónico propio que, sin renunciar a la modernidad, intente acercarse a la “realidad” de las clases populares, aunque no sin tensiones ideológicas y estéticas. La comparación con las utopías tecnológicas de Archigram, que florecieron en el mismo período, pone de manifiesto las diferencias sustanciales en las concepciones de la arquitectura y la sociedad. Mientras que algunos arquitectos como Ridolfi trabajaban en una suerte de reconciliación entre modernidad y lo popular, otros seguían apostando por una tecnología radicalmente nueva y distante de las formas tradicionales.

La arquitectura de la posguerra en Italia se caracteriza por un diálogo entre la modernidad y la tradición, evitando una ruptura total con la historia y adoptando influencias de la arquitectura nórdica. Ejemplo de ello son las viviendas para los empleados de Borsalino en Alejandría, diseñadas por Ignazio Gardella en 1953, donde se observa una síntesis entre la tradición popular italiana y los principios racionalistas. Esta convergencia se manifiesta también en proyectos como el convento en Milán de Caccia Dominioni y el edificio de oficinas y habitaciones en Parma de Franco Albini, el cual destaca por su honestidad constructiva y referencias a la arquitectura vernácula.

En este contexto, la arquitectura popular es percibida como un modelo de racionalismo funcional, pues sus construcciones surgen de manera espontánea como soluciones óptimas a necesidades específicas. No obstante, el debate arquitectónico de la época no se limitó a esta relación con la tradición vernácula, sino que encontró un eje fundamental en la revista Casabella, dirigida por Ernesto Nathan Rogers.

Rogers concebía la historia y la crítica como herramientas fundamentales para la práctica arquitectónica, promoviendo una integración entre teoría y realidad. Influido por autores como Giulio Carlo Argan, Theodor Adorno y Enzo Paci, Rogers argumentaba que el racionalismo había perdido su capacidad transformadora y requería una reformulación. Sin embargo, esta reformulación no debía orientarse únicamente hacia la arquitectura popular, sino hacia una recuperación más amplia de la cultura italiana, incluyendo el neomedievalismo y la tradición neoclásica lombarda.

Este enfoque llevó a la formulación de la teoría de las preexistencias ambientales, la cual enfatiza la relación del edificio con su contexto. A través de esta perspectiva, Rogers propuso superar la visión del edificio como objeto aislado, situándolo en una continuidad histórica y espacial. De este modo, los arquitectos encontraron un marco teórico para integrar la modernidad con la tradición, permitiendo una arquitectura contemporánea en diálogo con su entorno y su pasado.

La teoría de las preexistencias ambientales proporcionó a los arquitectos del siglo XX los elementos teóricos necesarios para abordar la arquitectura moderna en relación con la historia y la tradición. Este concepto se aleja de la concepción del edificio como un objeto aislado, ya que, al considerar una parcela bajo la perspectiva de la preexistencia ambiental, se sitúa dentro de su contexto y entorno. De este modo, el edificio deja de ser una entidad independiente y pasa a formar parte de un entramado mayor que debe responder a las condiciones circundantes.

Además, esta teoría introduce nuevos elementos para enriquecer la metodología clásica del racionalismo, como la historia y la tradición. Al insertar un edificio en un contexto determinado, resulta fundamental comprender su evolución histórica y las características que lo definen. Este ejercicio de análisis permite incorporar conocimientos que pueden ser aplicados en la formulación del proyecto arquitectónico, favoreciendo una integración más armónica con su entorno y su tiempo histórico.

En este sentido, la arquitectura italiana de posguerra ejemplifica esta vuelta a la historia, en contraposición con la apuesta tecnológica británica. Esta idea de preexistencias ambientales se manifiesta en diversos proyectos que se resuelven en concordancia con su contexto. Un caso representativo es la Lonja Mercy de Giovanni Michelucci, construida en la década de 1950. Este edificio se inscribe en su entorno sin imponerse visualmente, logrando una integración efectiva con la atmósfera urbana. De igual manera, el Hotel Punta San Martino de Ignazio Gardella y Luigi Zanuso, así como la Casa Alexa Tere de Gardella en Venecia, revelan una relación particular con las edificaciones circundantes, dialogando con los palacios burgueses de la zona.

Cabe destacar que estos proyectos, desarrollados entre los años 50 y 60, surgen en un contexto posterior a las obras paradigmáticas de Le Corbusier. Sin embargo, a diferencia de las propuestas del Movimiento Moderno, estas obras buscan integrarse en la atmósfera histórica italiana en lugar de imponer un lenguaje universalista. Un ejemplo emblemático de esta postura es la intervención de Franco Albini en el Museo del Tesoro de San Lorenzo, en Génova, considerada por numerosos historiadores como una de las obras más relevantes de la arquitectura italiana de posguerra. Construida en 1956, la obra demuestra una sensibilidad hacia la historia que contrasta con la tendencia modernista dominante de la época.

El caso paradigmático de la aplicación de la teoría de las preexistencias ambientales es la Torre Velasca, diseñada por Ernesto Nathan Rogers junto con el estudio BBPR. Este proyecto encarna la voluntad de dialogar con la historia a través de una reinterpretación formal que responde a las características del entorno urbano en el que se inserta.

Para comprender la importancia de la tradición en la arquitectura italiana de este período, resulta pertinente la reflexión de Franco Albini en 1955, quien afirmaba que “la tradición es un dique a las licencias de la fantasía, al provisorio de la moda, a los dañinos errores de los mediocres”. Para estos arquitectos, la tradición no representaba un obstáculo para la creatividad, sino una guía que garantizaba la coherencia y el rigor en la práctica arquitectónica, en contraste con la actitud de vanguardia de grupos como Archigram. Así, la teoría de las preexistencias ambientales se consolida como un instrumento clave en la formulación de una arquitectura arraigada en su contexto histórico y cultural.

Parece evidente que Albini establece una postura crítica frente a Archigram, al calificarlos de mediocres. Este contraste permite observar cómo la arquitectura italiana posterior a la Segunda Guerra Mundial sigue una dirección distinta a la británica, al menos en lo que respecta a las corrientes que trascienden las fronteras nacionales e influyen en el debate internacional. Si bien en Gran Bretaña también existen arquitectos interesados en la historia y en Italia hay quienes exploran la tecnología, la percepción predominante en el ámbito internacional es que la arquitectura británica enfatiza la innovación tecnológica, mientras que la italiana se orienta hacia la reivindicación histórica.

Esta dicotomía se evidencia en publicaciones especializadas y en congresos internacionales de arquitectura moderna, así como en reuniones del Team X. La teoría de las preexistencias ambientales formulada por Ernesto Nathan Rogers introduce la posibilidad de reintegrar elementos históricos en la arquitectura moderna, no limitándose a aspectos populares, sino como parte de un proceso intelectual y racional. Para Rogers, este retorno a la historia no implica una simple reproducción de elementos del pasado, sino una reinterpretación reflexiva y estructurada que sigue los principios del movimiento moderno. Su método continúa basado en la articulación de un programa y en la resolución de necesidades funcionales a través de un discurso coherente que va de la función a la forma.

La Torre Velasca constituye un caso paradigmático de este enfoque. Para Rogers, el diseño de este edificio no parte de una intención formalista, sino que surge de la organización racional del programa, que combina viviendas y oficinas. El cambio de sección del edificio responde a exigencias estructurales, materiales y cromáticas, en relación con su entorno. La semejanza con una torre medieval es, según el propio Rogers, una coincidencia, no un punto de partida. Para él, conferir a su obra una esencia histórica no es un defecto, sino una obligación moral, dado el contexto urbano de Milán, una ciudad con una rica tradición arquitectónica.

Este posicionamiento difiere de otras aproximaciones en las que la historia se aborda desde un punto de vista formalista, basado en la reproducción directa de elementos históricos. Este enfoque tendrá un desarrollo particular en la arquitectura posmoderna, donde la referencia al pasado se convierte en un recurso compositivo recurrente. No obstante, sería inexacto afirmar que la arquitectura italiana de este período se limita a la recuperación de formas históricas y tradicionales, ya que coexistieron diversas corrientes que exploraron múltiples vías de experimentación y reinterpretación del legado arquitectónico.

La arquitectura italiana de la posguerra presenta una complejidad notable, marcada por debates en torno a la relación entre modernidad y tradición. Si bien ciertos sectores de la arquitectura italiana apostaron por una revisión histórica como fuente de inspiración, otros desarrollaron propuestas con un lenguaje claramente moderno, como se evidencia en las obras de Pierluigi Nervi y en las estructuras industriales diseñadas para la empresa Olivetti. Estas edificaciones, caracterizadas por el uso innovador del hormigón, se distancian de la tendencia historicista y consolidan una identidad propia dentro del panorama arquitectónico de la época.

Dentro de esta diversidad, resulta significativo el impacto internacional de arquitectos como Ernesto Nathan Rogers, Mario Ridolfi y Franco Albini, cuya obra ejerció una notable influencia en el contexto español, especialmente en Cataluña. En este sentido, se inscribe la controversia protagonizada por el crítico británico Reyner Banham, quien, desde una postura ortodoxa respecto a los principios del Movimiento Moderno, acusó a la arquitectura italiana de traicionar dichos preceptos al recurrir a referentes históricos. Banham, ingeniero y crítico de arquitectura, formuló una crítica ácida contra esta corriente, considerando que representaba un alejamiento de la pureza funcionalista defendida por el movimiento.

No obstante, la respuesta desde Italia no se hizo esperar. Rogers, a través de la revista “Casabella”, contestó a Banham con un célebre artículo titulado “A los guardianes de las neveras”, en el que defendió la postura italiana como una evolución del Movimiento Moderno, capaz de evitar tanto el conformismo como el formalismo que amenazaban con vaciar de contenido los postulados originales. Para Rogers y sus contemporáneos, la arquitectura no debía limitarse a una interpretación reduccionista de la modernidad, sino que debía enriquecerse con el estudio integral de la historia de la arquitectura.

Otro episodio significativo de esta controversia fue la disputa con los Smithson en Otterloo. Los Smithson acusaron a los arquitectos italianos de un historicismo excesivo, señalando como ejemplo la Torre Velasca de Milán, a la que consideraban una copia de estructuras medievales. En respuesta, Rogers les recordó su propia admiración por figuras como Mies van der Rohe, Le Corbusier y Walter Gropius, además de mencionar influencias más remotas como Palladio. En su argumentación, Rogers desmanteló la supuesta superioridad de la postura británica, señalando que todo arquitecto, en cierta medida, reinterpreta y reelabora formas preexistentes. En este contexto, su afirmación resulta contundente: la crítica de los Smithson no se basaba en principios morales o teóricos, sino en una cuestión meramente estética, es decir, en una preferencia subjetiva por ciertas formas arquitectónicas en detrimento de otras.

Finalmente, resulta relevante abordar el caso de Luigi Moretti, un arquitecto difícil de encasillar dentro de las corrientes dominantes de su generación. Moretti, a través de su revista “Spazio”, desarrolló un pensamiento propio que se aleja tanto del historicismo exacerbado como de la rigidez del Movimiento Moderno. Su obra y su reflexión teórica representan un enfoque singular dentro del panorama italiano, caracterizado por una búsqueda formal y conceptual que desborda las categorizaciones convencionales.

En síntesis, la arquitectura italiana de la posguerra se encuentra atravesada por un conjunto de tensiones que ponen en cuestión las fronteras entre modernidad e historia. Los debates con críticos como Banham y con arquitectos como los Smithson evidencian la complejidad de este proceso y subrayan la importancia de una mirada crítica que no reduzca la arquitectura a esquemas dicotómicos, sino que reconozca su capacidad para integrar múltiples influencias en un discurso coherente y significativo.

Entre las revistas analizadas, como Casabella, Domus y Metron, la publicación Spaccio destaca por la particularidad de sus siete números, en los que se combinan ensayos y proyectos arquitectónicos. Estos números han adquirido con el tiempo un carácter codiciado, convirtiéndose en objetos de culto dentro del ámbito arquitectónico. Peter Eisenman señala esta relevancia en un artículo dedicado a un proyecto de Luigi Moretti dentro de su obra “Diez obras canónicas”, donde explora la influencia de ciertos edificios en la historia de la arquitectura.

El artículo de Eisenman se centra en la Casa Girasole de Moretti, edificio que inaugura su selección en “Diez obras canónicas”. La inclusión de esta obra en la primera posición de la publicación refuerza su importancia como punto de partida en la reflexión del autor. Si bien el presente análisis no se detendrá en la Casa Girasole en sí misma, resulta pertinente destacar algunas consideraciones sobre las ideas que Moretti desarrolló en Spaccio a lo largo de tres años.

En cada uno de los siete números de la revista, Moretti escribió un ensayo introductorio con un carácter didáctico, acompañado de ilustraciones que ayudaban a transmitir su pensamiento arquitectónico. Spaccio, fundada y dirigida enteramente por Moretti, representó para él una oportunidad única de difundir de manera crítica y abierta sus ideas sobre arquitectura y arte. Su papel en la revista no se limitó a la dirección editorial, sino que se extendió a la selección de proyectos, la redacción de textos, la elección y encuadre de imágenes, el montaje y la definición de la línea cultural, articulando un planteamiento crítico que ponía en diálogo el arte antiguo y contemporáneo.

Cada número de Spaccio incorporaba obras de arquitectos contemporáneos de relevancia, acompañadas de un análisis comparativo con maestros del arte antiguo, incluyendo pintores, escultores y arquitectos. Esta comparación se realizaba mediante una metodología singular: la extracción de detalles de las obras, su ampliación y su recontextualización en relación con elementos arquitectónicos modernos. Este enfoque permitía establecer conexiones inéditas entre diferentes épocas y estilos, favoreciendo una interpretación dinámica de la historia del arte y la arquitectura.

Moretti, además de arquitecto, era un coleccionista de arte con un vasto archivo de imágenes, que utilizaba en sus textos para generar nuevas relaciones visuales. A través de este banco de referencias, establecía vínculos entre esculturas de Bernini, pinturas de Caravaggio y edificaciones de Miguel Ángel, así como con sus propios proyectos. Ejemplo de esta metodología puede observarse en algunas páginas de Spaccio, donde fragmentos de mosaicos y pavimentos antiguos son abstraídos y ampliados hasta el punto de relacionarse formalmente con la obra de Mondrian. Este proceso de relectura visual y conceptual subraya la capacidad de Moretti para reinterpretar la tradición a la luz de las preocupaciones estéticas y espaciales de la modernidad.

Luigi Moretti desarrolla una metodología de análisis arquitectónico en la que la relectura de grandes momentos artísticos del pasado se convierte en una herramienta para subrayar la actualidad de dichos referentes y su pertinencia en el proyecto arquitectónico contemporáneo. En su estudio, Moretti evita una interpretación histórica lineal y, en su lugar, emplea técnicas como el recorte, el encuadre y la ampliación de detalles para generar nuevas relaciones y correspondencias formales.

Su discurso teórico reivindica la diversidad de materiales y referencias en la práctica arquitectónica, estableciendo vínculos con la escultura griega, la pintura de Caravaggio y, de manera destacada, el barroco de Bernini. En este sentido, Moretti defiende el uso de molduras como instrumentos perceptivos en la arquitectura y desarrolla una teoría sobre el perfil arquitectónico. Su investigación culmina en el último número de la revista “Spazio”, titulado “Estructuras y secuencias de espacios”, donde realiza un recorrido sistemático por la historia de la arquitectura a partir del análisis de la concatenación espacial, abordando conceptos como la compresión y la dilatación.

El conjunto de estas publicaciones configura un auténtico tratado de composición arquitectónica. Un ejemplo paradigmático de su enfoque puede observarse en la relación que establece entre la arquitectura barroca y sus propias obras. En el Palazzo Montecitorio de Roma, diseñado por Bernini, destaca un tratamiento escultórico de las esquinas y alféizares que confiere al edificio un carácter dinámico e inesperadamente moderno. Este detalle ha sido señalado por arquitectos como Antonio Barbey, quien lo considera una singular invención tipológica dentro de la obra de Bernini.

Esta influencia se hace evidente en el Edificio Girasole de Moretti, donde la esquina del zócalo y ciertos detalles de las jambas y alféizares remiten directamente a las soluciones compositivas de Bernini en Montecitorio. Moretti, al igual que en sus estudios teóricos, incorpora en su obra referencias a maestros del pasado, estableciendo un diálogo entre la tradición y la modernidad. Este procedimiento, sin embargo, no se inscribe dentro de una lógica compositiva unitaria o racionalista. Peter Eisenman, en su análisis del Edificio Girasole, lo considera el primer edificio posmoderno, argumentando que los elementos utilizados por Moretti carecen de una justificación funcional o conceptual unificada, sino que aparecen como decisiones aparentemente arbitrarias, reminiscencias de un lenguaje arquitectónico fragmentario y heterogéneo.

Desde esta perspectiva, Eisenman encuentra en el Edificio Girasole una manifestación del neorrealismo arquitectónico, análogo al que se observa en el cine de Fellini. A diferencia de la Torre Velasca o de los proyectos de Richard Rogers, donde las decisiones compositivas responden a un principio organizador abstracto, en la obra de Moretti los elementos arquitectónicos son presentados como entidades autónomas, cuya presencia en el edificio parece obedecer más a una voluntad expresiva que a una lógica estructural o tipológica. De este modo, la arquitectura de Moretti plantea una reflexión crítica sobre la materialidad y la percepción de los objetos arquitectónicos, contribuyendo a la evolución de la disciplina en el periodo de posguerra.

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