
En el análisis de la arquitectura de posguerra, se ha reflexionado sobre un fenómeno más complejo que se reduce a la mera catalogación de obras y arquitectos. Al concluir este recorrido, no se busca añadir nuevas figuras o ejemplos, sino ofrecer una revisión crítica que subraya los aspectos más relevantes del período y sus implicaciones. En lugar de avanzar hacia conclusiones definitivas, se plantea una reflexión provisional sobre las características comunes que emergen de las obras estudiadas, aunque estas pueden resultar ambiguas y problemáticas, como ocurre con cualquier intento de definición histórica o teórica en arquitectura.
Al abordar el concepto de arquitectura moderna, el primer desafío radica en su definición misma. Inicialmente, se intentó contextualizar este término dentro del ámbito contemporáneo, considerando cómo, al buscar en plataformas actuales como Google, Pinterest o redes sociales, el concepto se reduce a una arquitectura que responde a las tendencias y necesidades del momento. Esta interpretación, centrada en la arquitectura de consumo actual, genera una contradicción al comparar ejemplos contemporáneos con obras históricas clave, como la Villa Savoye de Le Corbusier, cuyo impacto y relevancia perduran casi un siglo después de su construcción. Este dilema muestra la falacia de entender la modernidad exclusivamente a través de la contemporaneidad.
Otras aproximaciones intentaron concebir la arquitectura moderna como algo fuera del tiempo, una arquitectura que, independientemente de su origen, mantiene su capacidad de reinterpretación y adaptación a lo largo de los años. Sin embargo, esta interpretación es similar a la de la arquitectura clásica, que mantiene su vigencia y valor a través de las épocas, lo que hace que esta definición también carezca de la especificidad necesaria para abordar el fenómeno de la modernidad arquitectónica.
El debate sobre la naturaleza de la arquitectura moderna resalta la tensión inherente a su definición, que a pesar de los esfuerzos, se revela como una categoría históricamente construida y discutida por los especialistas. La clave de esta complejidad radica en el hecho de que la modernidad no puede ser encapsulada en una sola narrativa homogénea, sino que se presenta como una corriente múltiple y en constante evolución. Este panorama es el que los historiadores han abordado a través de aproximaciones negativas: no es esta arquitectura lo que define la modernidad, sino aquello que se excluye de su alcance. Este enfoque, aunque problemático, permite un acercamiento a una arquitectura que, aunque diversa, comparte elementos de ruptura con tradiciones previas y una constante búsqueda de formas que respondan a las necesidades del hombre moderno.
La arquitectura moderna ha sido interpretada de manera diversa y, a menudo, contradictoria por los historiadores que han escrito sobre este periodo. Este fenómeno refleja la complejidad inherente al término “arquitectura moderna”, un concepto que, lejos de ser homogéneo, se presenta como un campo de múltiples narrativas, lo que dificulta su comprensión y evaluación. Los textos históricos sobre arquitectura moderna no solo muestran esta pluralidad de perspectivas, sino que también subrayan la imposibilidad de establecer una definición unívoca. A través de tres tipos principales de textos –operativos, peyorativos y objetivos– se manifiestan diferentes enfoques y críticas hacia el movimiento moderno.
Los textos operativos, en su mayoría elaborados por los propios actores del movimiento moderno, buscaban reforzar y defender la hegemonía de la arquitectura moderna, operando como herramientas para consolidar su dominio sobre otras corrientes arquitectónicas. Estos textos, en su función instrumental, trataban de promover la arquitectura moderna como un sistema universal capaz de transformar las ciudades y la sociedad. En contraste, los textos peyorativos, escritos en la década de 1960, ofrecen una crítica contundente a los principios de la arquitectura moderna, cuestionando su eficacia y planteando una revisión profunda de sus fundamentos. Autores como Manfredo Tafuri, Reiner Banham y Peter Collins abogan por una reconsideración de los postulados modernos, reconociendo los fallos de su implementación en la práctica, especialmente en el contexto de las grandes intervenciones urbanísticas realizadas después de la Segunda Guerra Mundial.
Este cuestionamiento, lejos de ser meramente una crítica estética, estaba basado en la constatación de los fracasos funcionales y sociales de la arquitectura moderna aplicada en la reconstrucción postbélica. Banham y Collins, aunque críticos, proponen una relectura del movimiento moderno, sugiriendo nuevas direcciones a través de figuras como Buckminster Fuller y Auguste Perret, quienes, en sus respectivos campos, ofrecieron alternativas más flexibles y adaptadas a los cambios tecnológicos y sociales de la época. Por su parte, Tafuri, en una postura más radical, no solo cuestionaba la arquitectura moderna, sino que planteaba su obsolescencia total, negando la posibilidad de una arquitectura humanista dentro del marco moderno. Este enfoque crítico de Tafuri se relacionaría más estrechamente con los movimientos postmodernos que surgieron más tarde, aunque el propio Tafuri podría rechazar algunas de las interpretaciones de sus postulados.
El impacto de estos textos peyorativos en la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX es significativo. En el caso de Banham, sus ideas se reflejan en proyectos como los de Archigram, el metabolismo japonés y las propuestas de los Smithson, donde se exploran nuevas formas de habitar y de concebir el espacio. En el caso de Tafuri, su crítica al modernismo se traduce en obras como las de Aldo Rossi, donde se exploran conceptos más complejos sobre la relación entre la memoria, la ciudad y la arquitectura, a menudo en oposición a la funcionalidad pura promovida por los primeros modernistas.
La evolución del concepto de arquitectura moderna a lo largo de las décadas, marcada por estas diversas narrativas, muestra no solo los límites del movimiento moderno, sino también su capacidad de adaptación y de transformación ante las críticas y las nuevas demandas sociales y culturales. La crítica, en este sentido, no solo denuncia los fallos de un sistema, sino que también abre el camino para nuevas interpretaciones y prácticas arquitectónicas, dando forma a una arquitectura más plural y reflexiva en su respuesta a los desafíos contemporáneos.
La cuestión que se aborda a lo largo de este análisis es una reflexión sobre la historia de la arquitectura moderna y sus desarrollos, desafiando las narrativas simplificadas que a menudo se proponen al tratar de encontrar características comunes que definan los movimientos arquitectónicos y los periodos históricos correspondientes. Lejos de tratarse de una reducción de las complejidades de la historia, el enfoque destaca precisamente lo contrario: la imposibilidad de confeccionar listas sencillas que agrupen las características de arquitectos y movimientos debido a la complejidad inherente al fenómeno arquitectónico. De hecho, la controversia y desacuerdo entre los historiadores sobre qué constituye la arquitectura moderna, y más aún sobre qué define la arquitectura postmoderna o la arquitectura de la posguerra, pone de manifiesto la riqueza y ambigüedad del tema.
Dentro de este contexto, se discute cómo, tras la Segunda Guerra Mundial, se llevaron a cabo programas de reconstrucción a gran escala, que no solo implicaron la reactivación de la arquitectura, sino también la aplicación de principios modernos a niveles hasta entonces inéditos. Este proceso estuvo marcado por la mediatización de la arquitectura moderna, cuyo carácter internacional se consolidó a través de medios de difusión globales, como revistas y monografías especializadas. En este sentido, la guerra representó un punto de inflexión, no solo por la destrucción física que trajo consigo, especialmente en Europa, sino también por las oportunidades que ofreció para la implementación de las ideas urbanísticas del Movimiento Moderno.
Una paradoja surge cuando se reflexiona sobre cómo la devastación de la guerra cumplió, en cierto modo, el sueño de los urbanistas modernos. La destrucción dejó un “papel en blanco”, lo que permitió aplicar a gran escala los principios del Movimiento Moderno, especialmente aquellos derivados de la Carta de Atenas, que promovían la separación funcional en zonas de ocio, residencia, trabajo y circulación. En este contexto, ciudades como Brasilia ejemplificaron este tipo de proyectos a gran escala, y fueron la materialización de una teoría urbana que ya había sido asimilada globalmente.
La clave de estos desarrollos fue la intervención de los gobiernos, que a través de políticas públicas y programas de reconstrucción, pusieron en marcha estos proyectos. Entre estos, uno de los ejemplos más reveladores fue el caso de los New Towns en Inglaterra, desarrollados en las periferias de Londres, siguiendo el modelo de vecindario y el plan urbanístico de Greater London de Abercrombie y Forsau. Estos proyectos, basados en la separación de funciones y la creación de grandes áreas residenciales, fueron interpretados como una aplicación directa de los principios modernos.
Sin embargo, los New Towns, que representaban una de las primeras implementaciones de estos principios a gran escala, fueron objeto de intensas críticas por parte de las generaciones más jóvenes de arquitectos de la posguerra, como Alison y Peter Smithson o Aldo Van Eyck. Para estos arquitectos, las ciudades construidas bajo estos parámetros no lograban capturar la vitalidad y complejidad propias de las ciudades tradicionales, reduciéndose a tres funciones simples—habitar, transitar y trabajar—y separadas de manera rígida, lo que dificultaba cualquier posibilidad de transformación o adaptación de los espacios urbanos. Esta crítica subraya la tensión entre la teoría urbanística moderna y las necesidades dinámicas y complejas de las ciudades contemporáneas.
La aplicación de los principios de la arquitectura moderna en las primeras New Towns de la posguerra resultó ser, según los Smithson, un proceso que no solo falló en sus expectativas, sino que también ocasionó una pérdida de identidad en las áreas urbanas. La homogeneización del espacio urbano hizo difícil discernir una ciudad de otra, incluso cuando se visitaban diversas New Towns. Este fenómeno provocó una experiencia de unidad visual que diluía las características particulares de cada entorno, afectando profundamente la percepción del urbanismo moderno y de la propia idea de ciudad.
La respuesta a estas primeras intervenciones arquitectónicas de la posguerra se materializó en las propuestas del Team 10 y figuras como Robert Venturi, cuyas reflexiones críticas se alimentaron de las dificultades y fracasos observados en las intervenciones urbanísticas de las décadas de los cuarenta y cincuenta. La alternativa, presentada por los Smithson, Aldo Van Eyck y Aldo Rossi, consistía en una recuperación de la vitalidad y complejidad de la ciudad histórica. Este enfoque representaba una oposición a la rigidez y la radicalidad del urbanismo moderno, que, en su versión más radical, buscaba una ciudad homogénea y sin particularidades.
La obra tardía de los llamados “maestros de la arquitectura moderna” también jugó un papel crucial en este contexto. Las influencias de figuras como Walter Gropius, quien colaboró con Marcel Breuer, y la reflexión crítica sobre el trabajo de Le Corbusier y Mies van der Rohe, ofrecieron perspectivas que reconfiguraron la práctica arquitectónica de la posguerra. La obra de Mies, especialmente, refleja una progresiva depuración de la técnica y una búsqueda incesante por un “lenguaje del silencio”. Este concepto, asociado con la sobriedad estética y la objetividad, se traduce en edificios de estructura metálica y fachada reticulada, que se repiten y se estabilizan como una forma de afirmación de la técnica y del tiempo contemporáneo.
Este lenguaje de Mies, al basarse en la repetición y en la búsqueda de una pureza formal, se distancia de la variedad y la complejidad que los arquitectos posteriores buscaban recuperar. A través de las obras tardías de Mies, como el Crown Hall o el Bacardi Building, se puede observar una curiosa reinterpretación de la composición clásica, donde elementos como la columna o la base, típicamente asociados a la tradición grecorromana, son reinterpretados mediante el uso de materiales modernos como acero y vidrio.
La trascendencia de estas obras radica en su impacto sobre generaciones de arquitectos de la posguerra. La influencia de Mies y otros arquitectos modernos sobre el desarrollo de proyectos posteriores, como los realizados por los equipos SOM en Estados Unidos, Charles y Ray Eames, Pierre Koenig, Richard Neutra, entre otros, fue significativa. Estos arquitectos adoptaron, adaptaron y, en algunos casos, reaccionaron frente a los modelos presentados por los maestros de la arquitectura moderna, dando forma a nuevas propuestas y enfoques para la arquitectura contemporánea.
Le Corbusier, al final de su carrera, presentó una evolución significativa en su obra, que se apartó radicalmente de la estética y los principios racionalistas que definieron sus primeras construcciones. Su última etapa, marcada por un enfoque más subjetivo, reflejaba una inmersión en su mundo personal de referencias autobiográficas y cosmológicas. Este cambio se contrastaba de manera evidente con sus primeras casas, como la Villa Savoye o la CUC, emblemas del Movimiento Moderno, cuyas formas blancas y funcionalistas eran un paradigma de la arquitectura de su tiempo. En contraste, la obra tardía de Le Corbusier evidenciaba un alejamiento de la tecnología, de la lógica mecanicista y constructiva que había sido la base de sus primeros trabajos.
Este giro hacia lo subjetivo, donde se observaba un abandono de la objetividad y la racionalidad, se hizo más claro en proyectos como la Unidad de Habitación de Marsella, la Capilla de Ronchamp y la Monasterio de la Tourette. Obras que, al alejarse de las convenciones tecnológicas y lógicas previas, se orientaban más hacia una expresión personal y filosófica. De hecho, Le Corbusier mostró una especie de reconciliación consigo mismo, buscando un lenguaje arquitectónico que se conectara con su visión más íntima y su experiencia personal, marcado por obras ubicadas en los márgenes de la ciudad.
Esta última fase de su obra no solo marcó un alejamiento de la tecnología, sino que también influyó significativamente en el desarrollo de la arquitectura posguerra. A través de sus últimos escritos y proyectos, Le Corbusier dejó una huella fundamental en la evolución de la arquitectura, que se reflejaría en movimientos posteriores como el Brutalismo y la obra de arquitectos como los Smithsons, Cambillis y Woods. Su influencia fue crucial para entender los cambios que tuvieron lugar en la arquitectura a partir de mediados del siglo XX.
Este giro en la obra de Le Corbusier, así como las respuestas que generó en la nueva generación de arquitectos, constituyó una parte esencial del marco teórico necesario para comprender la evolución de la arquitectura posguerra. Las primeras clases del ciclo no se centraron directamente en las obras de posguerra, sino en las circunstancias previas que permitieron el surgimiento de una arquitectura distinta a la del período interbélico. Se trataba de comprender el contexto que, al margen de los principios de la arquitectura moderna, ofreció el terreno fértil para la aparición de nuevas perspectivas y de una reflexión crítica sobre la técnica y la tecnología.
La obra de Tinten, en particular, representó la primera manifestación de una arquitectura generacional posterior a la de los grandes maestros de la modernidad. A través de su enfoque colectivo y las reuniones periódicas del grupo, los arquitectos de Tinten desarrollaron propuestas urbanísticas que, aunque diversas, compartían una base común de aprendizaje y desarrollo colectivo. Esta dinámica de interacción y aprendizaje mutuo fue clave para la evolución de sus propuestas, lo que demuestra cómo la arquitectura posguerra se distanció de los modelos estrictamente individualistas y se orientó hacia una práctica más colaborativa y experimental.
Este contexto teórico y crítico establecido al inicio del ciclo fue crucial para entender cómo la arquitectura de posguerra comenzó a tomar forma. El análisis de las primeras obras de los arquitectos de esta generación, la reflexión sobre el fracaso de los principios urbanísticos modernos y la reevaluación de la obra tardía de Le Corbusier proporcionaron las bases para una comprensión más profunda de las tendencias que surgieron en la segunda mitad del siglo XX.
El Tinten marcó un giro significativo en la percepción de la arquitectura moderna, cuestionando de manera crítica los principios fundamentales de la disciplina establecidos por las primeras generaciones del Movimiento Moderno. Este evento supuso el fin de los congresos internacionales de arquitectura moderna y el inicio de un nuevo enfoque centrado en aspectos como la movilidad, el crecimiento urbano, la identidad y la relación psicológica entre las personas y su entorno construido. A diferencia de la visión idealizada del ser humano que prevalecía en la arquitectura moderna, el Tinten promovió una reflexión sobre el ser humano común, reconociendo sus diferencias y complejidades. Este cambio representó una crítica dura a la aplicación de los principios modernistas, pero sin rechazar de manera absoluta el movimiento. En lugar de eso, abogó por una revisión y transformación de sus ideas para adaptarse a las nuevas realidades emergentes.
Aunque el Tinten no rechazaba el Movimiento Moderno en su totalidad, su propuesta de revisión se conectaba con una corriente crítica que también se manifestaba en otros contextos. Desde el Reino Unido y Japón, surgieron propuestas que intentaban revisar el movimiento moderno desde una perspectiva utópica. En particular, el grupo británico Archigram y el movimiento metabolista japonés ofrecían visiones de ciudades y grandes entidades urbanas que, en su mayoría, no estaban pensadas para la construcción real, sino como una crítica a la dirección que estaba tomando la arquitectura contemporánea. Estas propuestas reflejaban una confianza ciega en los avances tecnológicos, destacando el dinamismo de la vida y el consumo de productos manufacturados a nivel global. En su visión, la arquitectura perdía protagonismo en favor de un entorno condicionado por objetos electrodomésticos y elementos manufacturados. En lugar de ser un espacio fijo y estático, la vivienda se concebía como una estructura dinámica, capaz de adaptarse a los cambios en los modos de vida a través de módulos intercambiables. Sin embargo, estas propuestas utópicas carecían de un compromiso real con la viabilidad práctica, sirviendo más como una crítica descomprometida que como una alternativa realista.
El impacto de estas ideas fue evidente en el trabajo de arquitectos contemporáneos como Norman Foster y Renzo Piano, quienes, aunque no replicaban estas propuestas de manera directa, compartían ciertas afinidades con las ideas de los años 60 y 70. En contraste, en Italia, se gestaba una reflexión diferente sobre el papel de la arquitectura en la sociedad. Figuras como Ernesto Nathan Rogers promovieron una arquitectura profundamente comprometida con los problemas sociales y con la tradición, adoptando una postura neorrealista. A través de revistas de arquitectura y debates ideológicos, los arquitectos italianos defendían una disciplina que no se limitaba a la tecnificación, sino que también se comprometía con el pasado histórico y cultural de la sociedad, proponiendo una arquitectura que, más que escapar del contexto social, se insertaba en él de manera activa y crítica.
Así, mientras que en el Reino Unido y Japón se proponían soluciones radicales y tecnológicas que despojaban a la arquitectura de su identidad estructural, en Italia se buscaba una revalorización de los elementos históricos y tradicionales como respuesta a los problemas contemporáneos. Ambos enfoques, aunque diferentes, compartían un mismo objetivo: revisar y cuestionar las premisas de la arquitectura moderna, pero con resultados y actitudes ideológicas claramente divergentes.
El análisis de los proyectos arquitectónicos de la posguerra revela una tendencia hacia el ajuste de los edificios a sus contextos ambientales, adoptando un enfoque que reinterpreta el pasado sin llegar a copiarlo de manera literal. Un ejemplo de esta reinterpretación, aunque más cercana a la copia, es el edificio Girasole de Luigi Moretti. Esta corriente se distingue por una búsqueda de inspiración tanto en la tecnología, como en la historia, la tradición y la arquitectura vernácula, lo que se traduce en una rica multiplicidad de fuentes que los arquitectos de la posguerra utilizaron para enriquecer la arquitectura moderna.
En este sentido, la antropología emerge como una disciplina que ofrece tanto una fuente de conocimiento sobre arquitecturas desconocidas, como un método para analizar las necesidades humanas y las diferencias culturales en la construcción. Ejemplos como el libro Arquitecturas sin arquitectos de Rudofsky o los viajes de John Woodson ilustran la búsqueda de los arquitectos por comprender el contexto cultural en el que se desarrollaban ciertos tipos de edificaciones. Además, figuras como Turner, Habraken y Christopher Alexander se proponen integrar la participación del usuario en el proceso de construcción, subrayando la relevancia de un enfoque humanista y culturalmente sensible.
Por otro lado, el concepto de regionalismo crítico, propuesto por el historiador Kenneth Frampton, defiende la adaptación de los principios universalistas del Movimiento Moderno a los contextos geográficos y nacionales. Frampton agrupa una serie de proyectos que, a pesar de compartir una racionalidad moderna común, se distinguen por su capacidad de adaptación a sus respectivos contextos, como es el caso de obras de arquitectos como Luis Barragán, Álvaro Siza, Amancio Williams y Pichonis. Esta reflexión sobre el regionalismo crítico también se extiende a la arquitectura nórdica, especialmente los proyectos de Álvar Aalto, quien emerge como una figura fundamental en la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX.
La discusión sobre la modernidad en la arquitectura se enriquece con el contraste entre la modernidad y la postmodernidad. A través de las obras y escritos de figuras como Venturi, Eisenman, Aldo Rossi y Louis Kahn, se plantea una reflexión crítica sobre las características comunes que definen a la arquitectura moderna. A pesar de la diversidad de lenguajes y enfoques, los arquitectos modernos comparten un método de proyecto basado en una racionalidad común, cuyo objetivo es la coherencia y unidad. Este principio, aunque pueda tomar formas diversas, establece una base compartida entre los proyectos considerados modernos.
Las arquitecturas modernas comparten una búsqueda constante por una coherencia integral entre las diversas partes del edificio, en la que cada componente –estructura, construcción, espacio, materiales, programa– se interrelaciona bajo una idea motriz del proyecto. Esta aproximación tiene como premisa una relación esencial entre forma y función, aunque no en el sentido literal ni rígido del funcionalismo más burdo, sino más bien como una estrategia para resolver de manera eficiente un programa concreto. A lo largo del siglo XX, se plantea que la arquitectura moderna, especialmente en su etapa de posguerra, continúa centrada en la mejora del habitar humano, sin caer en la repetición de fórmulas pasadas, sino reinventándolas.
El papel del arquitecto moderno se caracteriza por su constante invención, creando soluciones que van más allá de la simple copia de modelos históricos. Este proceso creativo no se limita a una mera imitación, sino que implica la reinvención de ideas, inspiradas en el pasado, pero adaptadas a los problemas contemporáneos. No se trata de una ruptura total con la tradición, sino de una reinterpretación continua de los mismos principios, con un enfoque pragmático y profundamente humanista. Los arquitectos de esta época confían en las posibilidades de la arquitectura para transformar la vida humana y, por ende, el mundo que habitamos.
En cuanto a la relación entre forma y función, algunos arquitectos, como los Smithson o Van Eyck, buscaban un mejor funcionalismo, ampliando las posibilidades más allá de las necesidades básicas. A pesar de la diversidad de enfoques, la dualidad entre forma y función nunca se rompe radicalmente; más bien, se explora con mayor profundidad, planteando nuevas complejidades y escalas de intervención.
Si bien estas tres características –la coherencia interna, la relación entre forma y función, y la invención continua– ofrecen una amplia visión de lo que define a la arquitectura moderna, no especifican una estética o un conjunto claro de normas. En su lugar, brindan una actitud frente al diseño arquitectónico, reflejando una confianza humanista en la capacidad de la arquitectura para mejorar la vida de las personas.
A esta visión humanista se le atribuye una cuarta característica: la idea de que la arquitectura no solo responde a una necesidad funcional, sino que tiene el poder de transformar el mundo. Este aspecto será, sin embargo, abandonado por los arquitectos postmodernos, quienes se distancian de las premisas modernas.
En este contexto, los arquitectos postmodernos se definen precisamente por la ausencia de estas cuatro características. En cuanto a la cronología del análisis, hasta la década de los ochenta se observan figuras fundamentales como Venturi, Rossi y Eisenman, cuyos trabajos marcaron una evolución importante en la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, la transición de los años noventa y el cambio hacia las tendencias arquitectónicas del nuevo milenio aún no han sido suficientemente abordados, quedando el estudio incompleto respecto a lo que ocurrió en esas décadas posteriores. Esta laguna plantea interrogantes sobre los desarrollos arquitectónicos que ocurrieron tras los años noventa y los ochenta, una cuestión que requiere una reflexión más profunda sobre los nuevos enfoques que surgieron.
En la reflexión sobre la arquitectura contemporánea y sus relaciones con el Movimiento Moderno, se subraya la proximidad temporal a los años ochenta, noventa y principios del siglo XXI, lo que complica la realización de estudios globales sobre estos periodos. A diferencia de las décadas anteriores, los años más recientes se caracterizan por la proliferación de monografías, revistas de proyectos y una serie de ensayos dispersos, lo que dificulta la consolidación de una narrativa histórica coherente. En lugar de un análisis integral, los estudios se han fragmentado en publicaciones puntuales que, aunque importantes, no permiten una visión holística de la arquitectura en estos períodos.
Autores clave, como Jan Cohen, Kenneth Frampton y Josep María Montaner, han abordado de manera significativa la evolución de la arquitectura del siglo XX y principios del XXI. Cohen, en su obra The Future of Architecture since 1889, ofrece una revisión crítica del Movimiento Moderno, mientras que Frampton, en Historia crítica de la arquitectura moderna, plantea una visión profunda sobre las transformaciones de este movimiento. Montaner, por su parte, en Después del Movimiento Moderno, proporciona un análisis extenso de la arquitectura postmoderna, siendo probablemente el texto más completo sobre la evolución arquitectónica desde los años 60 hasta el final del siglo XX. Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos, el siglo XXI sigue siendo un periodo en el que predominan estudios dispersos, lo que impide una evaluación más estructurada.
La discusión también apunta a una omisión en los estudios previos: ciertos arquitectos que, si bien no han sido el foco principal de estos textos, merecen ser mencionados debido a su contribución significativa al diálogo contemporáneo sobre la arquitectura. Entre ellos, Álvaro Siza, Souto de Moura, Rafael Moneo, Tadabando, Glenn Murcut y Peter Zumthor, entre otros, son destacados por su trabajo que representa una especie de “renovación” de los principios modernos. Estos arquitectos, más que rechazar la arquitectura moderna como lo hicieron los postmodernos, optaron por reinterpretarla y adaptarla a las exigencias del contexto contemporáneo. Cohen, por ejemplo, los agrupa bajo el concepto de “internacionalismo crítico”, una corriente que no rechaza la modernidad, sino que la ajusta y reinterpreta, buscando respuestas a las nuevas demandas sociales, culturales y técnicas.
Este enfoque se contrapone al del regionalismo crítico de Frampton, quien enfatiza la importancia de una arquitectura anclada en contextos específicos. La arquitectura de estos autores representa una postura intermedia: mantienen los principios modernistas pero los ajustan a las nuevas realidades, tanto técnicas como contextuales, sin caer en los excesos estilísticos de la postmodernidad.
En este marco, es crucial que los estudiantes y profesionales de la arquitectura reconozcan la relevancia de estos arquitectos y sus propuestas, ya que sus obras ofrecen una rica base para el análisis y la reflexión sobre cómo la arquitectura moderna se ha adaptado y evolucionado en respuesta a los retos del mundo contemporáneo. Sin duda, explorar estos ejemplos enriquecería cualquier estudio sobre la arquitectura de finales del siglo XX y principios del XXI, proporcionando una visión más compleja y matizada de la evolución de la arquitectura en nuestros días.
La arquitectura postmoderna, a menudo exagerada y amplificada por los medios de comunicación, en realidad no alcanzó la importancia que se le atribuye en el discurso popular. Si bien su presencia en los medios fue notoria, la producción arquitectónica de la época se centró en una revisión mucho más discreta y rigurosa de la arquitectura moderna. En este contexto, es posible afirmar que algunos arquitectos contemporáneos siguen trabajando dentro de los parámetros de la arquitectura moderna, adaptando su relación con el pasado y el pasado reciente de formas que continúan ancladas en los principios de la modernidad. La idea de una ruptura radical con el pasado, característica de la postmodernidad, en realidad nunca alcanzó la magnitud esperada.
A pesar de la falta de una continuidad clara, algunos arquitectos como Rem Koolhaas (OMA) o Bernard Tschumi, influenciados por las nociones de abstracción y mecanismos formales establecidos por Peter Eisenman, representan el camino evolutivo de una arquitectura que se podría vincular al deconstructivismo. Sin embargo, la etimología de este término ha sido polémica, ya que aglutina a arquitectos cuyo trabajo es profundamente distinto. Frank Gehry, Daniel Libeskind, Kopp-Himmelblau y Zaha Hadid, a pesar de compartir un mismo sello, presentan obras arquitectónicas radicalmente diferentes entre sí. Mientras que la obra de Gehry se percibe como un paradigma artístico, la de Koolhaas se distingue por una crítica más intelectualizada, configurándose como una de las propuestas más intrigantes de la época.
Si bien es cierto que se pueden identificar a muchos arquitectos dentro de estas tendencias, resulta problemático agruparlos de manera forzada. Las agrupaciones más naturales surgen cuando los propios arquitectos establecen relaciones entre sus obras, como es el caso de los estudios que se encuentran geográficamente próximos o que comparten intereses conceptuales más profundos.
Una cuestión que emerge en este debate es la posible existencia de características comunes en la arquitectura de la posguerra, a pesar de las variaciones estilísticas y conceptuales. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la disciplina arquitectónica experimentó una pluralidad de enfoques, que incluyó obras tardías de los maestros de la arquitectura moderna, proyectos italianos que retomaban la historia, propuestas utópicas basadas en la antropología y manifiestos postmodernos que buscaban rechazar la modernidad. Ante esta diversidad, la pregunta fundamental sería si todos estos enfoques comparten un núcleo común que los distinga de otros momentos históricos de la arquitectura. Esta reflexión parece ser una de las conclusiones más interesantes para la disciplina, dado que puede abrir una nueva vía para entender cómo se desarrolló la arquitectura en un contexto postbélico y globalizado, caracterizado por una compleja interacción entre tradición, innovación y crítica social.
La arquitectura de posguerra, particularmente en la segunda mitad del siglo XX, comparte una característica fundamental: todos los proyectos derivados de este período están marcados por una profunda conexión con la arquitectura moderna, a pesar de la aparente diversidad entre ellos. Este pasado común, que es la arquitectura moderna, influye de manera decisiva en la forma en que los arquitectos de la posguerra responden a los desafíos y contextos contemporáneos. La evolución y reinterpretación de la arquitectura moderna se convierte en el eje central para entender el desarrollo de la arquitectura de la época.
Una característica notable de los proyectos de posguerra es la actitud crítica que los arquitectos adoptan hacia la arquitectura moderna. No obstante, esta crítica no es un rechazo total, sino una reflexión profunda sobre sus propios principios y legados. Por ejemplo, la obra tardía de Le Corbusier, quien fue uno de los máximos exponentes del Movimiento Moderno, refleja una postura autocrítica, donde se cuestiona y reinterpreta su propio legado. Este fenómeno no implica un acuerdo unánime sobre qué constituye la arquitectura moderna ni sobre la manera en que debe evolucionar, sino que todos los arquitectos responden, de alguna manera, a los principios y las lecciones de la modernidad.
Este enfoque crítico no se limita a una sola interpretación. Al contrario, ofrece una variedad de perspectivas que permiten una lectura más matizada de la arquitectura de posguerra. La diversidad de enfoques arquitectónicos de este período se debe en gran medida a cómo los arquitectos interpretan y procesan las influencias de la arquitectura moderna, desde la valoración de sus aspectos más positivos hasta la identificación de sus limitaciones. Es esta pluralidad de respuestas lo que marca la diferencia con otros momentos históricos, como el Renacimiento o el Barroco, donde predominaba una mayor uniformidad estética y compositiva.
Por lo tanto, la arquitectura de posguerra no solo refleja un pasado compartido en términos de estilo, sino que también destaca por la variedad de respuestas que sus protagonistas ofrecen a ese legado. Cada arquitecto, al enfrentar la modernidad, no solo se ve influenciado por ella, sino que la examina críticamente, lo que da lugar a una multiplicidad de expresiones arquitectónicas.
La arquitectura de la posguerra se caracteriza por una gran diversidad, lo que constituye uno de los elementos más distintivos de esta época. Esta variedad no es meramente un reflejo de la multiplicidad de enfoques, sino que señala una respuesta individualizada a un pasado reciente compartido por los arquitectos. A diferencia de las primeras generaciones del Movimiento Moderno, que trabajaron bajo una concepción colectiva de una arquitectura universalmente aplicable, los arquitectos de la posguerra no se proponen encontrar una fórmula que sea válida para todos. Este giro hacia una expresión más personal refleja una fractura fundamental con el impulso colectivo que caracterizó las primeras décadas del siglo XX, visible en los congresos internacionales de arquitectura moderna.
La arquitectura de la posguerra revela, por tanto, un posicionamiento singular frente a un pasado reciente. Esta postura se ve facilitada por la mayor difusión de la historia de la arquitectura a través de medios impresos y audiovisuales, así como por la accesibilidad para viajar y visitar edificios históricos. Estos factores no solo permiten un acercamiento más directo a la historia, sino que contribuyen a la transformación de la arquitectura en una disciplina más intelectualizada, vinculada estrechamente a las universidades, los textos críticos y los estudios especializados. En este contexto, la arquitectura se aleja de una praxis puramente técnica para asumir una dimensión teórica y reflexiva, como se entiende hoy en día.
La clave de la arquitectura de la posguerra reside, entonces, en la importancia que los arquitectos otorgan al pasado y a la historia de la arquitectura. Este reconocimiento de la historia como referente esencial no solo articula las preocupaciones del momento, sino que también marca la transición de la disciplina hacia una comprensión más profunda de su rol cultural y académico. La frase atribuida a Rodrigo Rato, “esto no es un saqueo, es el mercado amigo”, aunque controversial en su contexto político, puede servir de metáfora para comprender la pluralidad de enfoques arquitectónicos de la posguerra. La historia, al igual que el mercado, no es un fenómeno monolítico; su interpretación depende de la posición desde la que se la observe. Así, los proyectos arquitectónicos de la posguerra, a pesar de su aparente caos, no son tan dispares como parecen. En última instancia, como sugieren estos desarrollos, la historia misma ofrece la clave para desentrañar la complejidad de la arquitectura de la época.
La afirmación de que la arquitectura está en peligro debido a una sobreabundancia de reflexión sobre el pasado, ignorando el futuro, revela una comprensión simplista del progreso humano y arquitectónico. Tal punto de vista subestima la interacción constante entre la tradición y la innovación, una dinámica esencial en el desarrollo de la disciplina. Es innegable que los arquitectos que han dejado una huella significativa en la historia no han rechazado el pasado ni se han limitado a pensar exclusivamente en el futuro. La relación con la historia de la arquitectura es intrínseca al proceso creativo, ya que permite reinterpretar y transformar las ideas previas para adaptarlas a las condiciones contemporáneas.
La referencia a la conferencia de Ernesto Castro ofrece una reflexión interesante sobre la enseñanza de la filosofía y, por analogía, de cualquier disciplina. Castro se basa en una idea de Kant en su Crítica de la razón pura, en la cual Kant distingue entre la “filosofía cósmica”, que implicaría una serie de verdades universales y objetivas, y el acto mismo de filosofar, que es una actividad interpretativa y dinámica. Kant sostiene que, aunque las verdades últimas de la realidad son un ideal inalcanzable, la enseñanza de cómo filosofar es completamente posible, ya que permite formar a los individuos en el ejercicio reflexivo y crítico.
La analogía de Castro sobre la enseñanza de la filosofía, comparando el desacuerdo entre filósofos con un partido de fútbol en el que los equipos no se ponen de acuerdo ni sobre las reglas del juego, refleja una visión realista de cualquier disciplina que implique pensamiento crítico y análisis profundo. De igual manera, en la arquitectura, el acuerdo sobre lo que constituye la práctica de la disciplina es más fluido y sujeto a diversas interpretaciones, lo que no impide su enseñanza. La arquitectura no es un campo estático, sino que se mueve en un constante diálogo entre lo que se ha hecho en el pasado y lo que se proyecta hacia el futuro. El enseñar arquitectura no es solo transmitir conocimientos, sino también formar una capacidad crítica para interrogar las prácticas pasadas y su aplicabilidad a los nuevos contextos.
De este modo, la crítica a la excesiva reflexión sobre el pasado olvida que la arquitectura no solo es un producto del futuro, sino también una práctica que se nutre de su historia. La relevancia de las ideas arquitectónicas del pasado reside en su capacidad para proporcionar una base sobre la cual construir nuevos significados y soluciones. La innovación en la arquitectura, como en cualquier otro campo del conocimiento, no puede desvincularse del contexto histórico, pues es precisamente ese contexto el que define los límites y posibilidades de lo que se considera progreso.
La enseñanza de la filosofía, según Castro, encuentra su única vía efectiva a través de la doxografía, un proceso de recopilación y análisis de los pensamientos de filósofos y científicos del pasado. Para él, la historia de la filosofía no es más que una sucesión de intentos fallidos, donde grandes pensadores crean sistemas que, aunque ambiciosos, se ven desbordados por contradicciones que los desmoronan. Este enfoque, sin embargo, lejos de ser una condena, es la única manera de aprender a filosofar: visitando los fracasos de otros. Así, la historia se convierte en un espacio de reflexión sobre los errores, los límites y las posibilidades de la filosofía misma.
Este concepto de la historia como un archivo de fracasos tiene un eco particular en la arquitectura. Aunque la disciplina arquitectónica comparte con las ciencias naturales el estudio de los materiales y sus propiedades, las condiciones térmicas, acústicas y estructurales de los espacios, su esencia trasciende estos aspectos técnicos. La arquitectura, como la filosofía, enfrenta una constante disputa sobre su definición. Ni siquiera los arquitectos coinciden en lo que constituye la verdadera arquitectura ni en lo que debe ser la arquitectura moderna. Este desacuerdo fundamental hace imposible concebir un progreso arquitectónico al estilo de las ciencias naturales, donde el pasado se asume como un hecho objetivo y se avanza con la mirada puesta en el futuro. En la arquitectura, el futuro es indeterminado precisamente porque no existe un acuerdo sobre lo que el pasado significa.
La historia, entonces, no solo cumple un papel informativo, sino formativo. Así como en filosofía es necesario recorrer los fracasos de los pensadores anteriores para comprender los límites y alcances del pensamiento, en arquitectura es imprescindible revisitar los errores y aciertos de los arquitectos del pasado. La arquitectura de la posguerra, por ejemplo, se caracterizó por una reflexión crítica sobre la historia, en la que los arquitectos reinterpretaron, cuestionaron y propusieron nuevas narrativas. Esta revisión no fue una simple lectura, sino una creación activa de nuevas formas de comprender la arquitectura.
La historia de la arquitectura, por tanto, no debe entenderse como una acumulación de fechas y obras. Debe ser abordada como un proceso activo de aprendizaje, una constante interacción con las ideas y las prácticas del pasado. Le Corbusier, uno de los arquitectos más influyentes del siglo XX, enfatizó que su único maestro fue el pasado, pues los grandes arquitectos no se enfrentaron a su práctica con ignorancia sobre lo que se había hecho antes, sino con un profundo conocimiento de su tradición. Ignorar este pasado y depositar toda la fe en un futuro incierto sería un error fatal. La historia, entonces, es la clave para la arquitectura, y solo a través de su estudio es posible acceder a una verdadera maestría en la disciplina.
El estudio de la historia no debe, sin embargo, transformarse en una simple acumulación de datos. No se trata de memorizar nombres y fechas, sino de adoptar una actitud crítica y reflexiva hacia el pasado, como señalaba Van Eyck. La mirada hacia la historia no debe ser ni sentimental ni tecnocrática, sino una forma comprometida y consciente de entender el devenir de la arquitectura. Solo a través de esta implicación profunda con la historia es posible llegar a una comprensión genuina de la práctica arquitectónica, y, quizás, aspirar a convertirse en un buen arquitecto.
El enfoque pedagógico propuesto por el docente resalta un principio esencial en la educación arquitectónica: la importancia de aprender de los grandes maestros del pasado, reconociendo tanto sus aciertos como sus fracasos. Esta perspectiva promueve una relación activa con la historia, donde los arquitectos y arquitectas, aunque ya no estén presentes físicamente, continúan siendo fuentes vivas de enseñanza. La figura del docente se presenta no como un transmisor de conocimientos absolutos, sino como un mediador que facilita el acceso a las voces de estos maestros, quienes, a través de sus obras y pensamientos, enriquecen la comprensión del presente.
El pensamiento de John Ruskin, a través de las palabras de Marcel Proust, se utiliza como un vehículo para reflexionar sobre la relación entre el pensamiento crítico y la admiración por las ideas de los grandes pensadores. Según Proust, los individuos que se dejan guiar por los libros que admiran no solo enriquecen su capacidad de comprensión y percepción, sino que su sentido crítico no se ve afectado negativamente por esta influencia, sino que se fortalece. Esta “servidumbre voluntaria” al maestro se transforma en un acto de liberación, ya que permite que el pensamiento propio se enriquezca y se complemente con el de aquellos que han dejado un legado intelectual y arquitectónico perdurable.
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