
En la revisión de la arquitectura de los años 50 y 60, se observa una continuidad entre los arquitectos de esa época y la tradición del movimiento moderno, aunque este vínculo no es lineal ni exento de transformaciones significativas. Los arquitectos de la posguerra, lejos de adherirse ciegamente a los principios ortodoxos del modernismo, llevaron a cabo una crítica y una revisión de estos principios, generando un proceso de transformación del lenguaje arquitectónico moderno. Este proceso no puede considerarse meramente como una repetición de los modelos anteriores, sino como una reinterpretación de sus fundamentos a través de nuevos enfoques.
La crítica al modernismo se manifestó principalmente a través de un enriquecimiento del lenguaje moderno mediante la incorporación de fuentes de inspiración diversificadas. Estas fuentes se distribuyen en distintas categorías, como las influencias tecnológicas, como la de los arquitectos japoneses, las históricas, representadas por los italianos, las antropológicas o exóticas, como en el caso de George Knudson o Aldo Van Eyck, y las regionales, como se observó en la arquitectura nórdica. Sin embargo, a pesar de esta variedad de influencias, lo que se mantiene constante es la búsqueda de un enfoque racional en el proceso de diseño. Las influencias externas no desarticulan la estructura racional del proyecto moderno, sino que son reinterpretadas dentro de sus parámetros.
Este enfoque racional implica que el proyecto siempre comienza con una discusión sobre el programa y la función del edificio, para luego buscar una coherencia formal, funcional y constructiva. La arquitectura moderna sigue siendo guiada por una lógica de orden, priorizando la claridad en la lectura del proyecto. Este orden se extiende a la identificación y diferenciación clara de los elementos del edificio: la escalera debe ser reconocible como tal, la estructura debe destacarse, y así sucesivamente. De esta manera, el modernismo no se desvincula de su esencia, sino que evoluciona, adaptándose a las necesidades y contextos cambiantes sin abandonar su fundamento racionalista.
En los años 70, emerge una serie de propuestas metodológicas que marcan un giro crítico en la arquitectura moderna. La esencia de la crítica radica en un cuestionamiento fundamental de los sistemas previos de proyección, que ya no pueden considerarse representativos de una práctica arquitectónica moderna. Entre las propuestas que se destacan, se encuentran la arquitectura High Tech, que se centró en la tecnología como fin en sí misma, a veces adoptada de forma casi decorativa, como es el caso del Museo Pompidou, y las nuevas corrientes que favorecían la participación del usuario en el proceso de diseño, desafiando la idea de que el arquitecto debía ser el único encargado de la creación del edificio. Aunque estas propuestas inicialmente se presentaron como desviaciones menores, no lograron alterar de forma radical el curso de la arquitectura moderna en sus primeros momentos.
No obstante, a finales de los años 60 y principios de los 70, se consolida una crítica más profunda y radical contra los principios fundamentales del movimiento moderno. Las contribuciones más relevantes a este debate provienen de tres grupos de arquitectos que, a través de distintas perspectivas, replantean los fundamentos del diseño arquitectónico: Aldo Rossi, Robert Venturi y Denise Scott Brown, y Peter Eisenman.
Rossi, con su crítica tipológica, introduce por primera vez en mucho tiempo elementos clásicos o históricos que son tomados directamente de la tradición arquitectónica. Este giro hacia lo histórico representa una ruptura con la ruptura misma que el movimiento moderno había intentado establecer con el pasado. En el caso de Venturi y Scott Brown, su enfoque se orienta hacia una lectura de la arquitectura como un lenguaje comunicativo, en el que los juegos formales y simbólicos abren nuevas dimensiones de interpretación que antes eran ajenas a la arquitectura moderna. Finalmente, la obra de Eisenman, más vinculada a la experimentación conceptual, se aleja aún más de los principios modernos, proponiendo una arquitectura que se nutre de nuevas formas de pensar sobre el espacio y la estructura, todo ello en diálogo con los desafíos teóricos planteados por la crítica postmoderna.
Este panorama, que se cristaliza en los años 70, representa un cambio decisivo, ya que la crítica al movimiento moderno se expande más allá de la arquitectura, abarcando la filosofía, la literatura y las artes. Así, la noción de “postmodernidad” comienza a tomar fuerza, no solo como una etiqueta para describir un cambio de era, sino también como un concepto que define la transición desde la modernidad hacia nuevas formas de entender y proyectar el espacio arquitectónico.
La noción de postmodernidad, en su relación con la arquitectura, resulta compleja y de difícil comprensión, pero lo que sí está claro es que refleja la pérdida definitiva de las esperanzas en una visión racional, universal y homogénea, que las vanguardias y el movimiento moderno más ortodoxo intentaban proponer. En su lugar, surge la tendencia hacia la pluralidad, el pluralismo y la discontinuidad. Este cambio de paradigma es reconocido por el crítico Charles Jencks, quien utiliza por primera vez el término “postmoderno” en su obra El lenguaje de la arquitectura postmoderna. Jencks no oculta su apoyo a la transición de la arquitectura hacia estos nuevos enfoques. La obra se convierte en un referente de la época, marcando un hito en la evolución de las ideas arquitectónicas.
En el contexto de este fenómeno, destacan las figuras de Robert Venturi y Denise Scott Brown, quienes, junto a otros arquitectos contemporáneos, inauguran este período postmoderno con la publicación de dos libros fundamentales: Complejidad y contradicción en arquitectura (1966) y Aprendiendo de Las Vegas (1972). Estos textos, accesibles y de lectura ágil, se convierten en piezas imprescindibles para entender las transformaciones en la arquitectura de finales de los sesenta y principios de los setenta. La relevancia de estos autores no radica únicamente en su capacidad de reflexión, sino en su vinculación con el desarrollo académico de la arquitectura en las universidades estadounidenses de la época, que comienzan a introducir un enfoque más teórico e intelectual, combinando la práctica con la investigación.
Este cambio en la educación arquitectónica refleja una renovación en los métodos de trabajo. Durante este período, se observa una proliferación de libros y estudios escritos por figuras como Kevin Roche, Charles Moore, Colin Rowe, y otros académicos y arquitectos que no solo abordan la historia y la teoría de la arquitectura desde una perspectiva investigativa, sino que integran estos conocimientos en sus propios proyectos. La enseñanza académica se convierte en una disciplina que otorga un mayor protagonismo a la reflexión teórica, en detrimento de la rigidez técnica que predominaba en épocas anteriores.
La crítica a la arquitectura del Movimiento Moderno es una constante durante estos años. A menudo se argumenta que, tras la Segunda Guerra Mundial, el Movimiento Moderno había perdido su capacidad para comunicar significados y valores simbólicos. Esta crítica fue formulada con claridad por el escritor Robert Musil en su obra El hombre sin atributos, donde describe la vida moderna como un ciclo impersonal: “el hombre moderno nace en un paritorio y muere en un hospital”. Esta reflexión resalta la incapacidad del Movimiento Moderno para conectar con los aspectos más humanos y emocionales de la experiencia arquitectónica, lo cual se convierte en uno de los motores del giro hacia lo postmoderno.
En la década de los 60 y 70, surgió una crítica a los valores funcionales predominantes en la arquitectura moderna, destacando la insuficiencia de estos para abarcar las necesidades humanas en un sentido más amplio. Este cambio de perspectiva dio paso a lo que se conoce como la crítica semiológica, donde la arquitectura dejó de considerarse únicamente en términos de funcionalidad y comenzó a ser vista también como un medio para comunicar significados. De acuerdo con esta crítica, los arquitectos no solo debían satisfacer una función práctica, sino también transmitir significados simbólicos a los ciudadanos a través de las formas de los edificios.
María Luisa Scalvini, una de las voces más prominentes de la crítica semiológica, argumenta que la arquitectura debe expresar no solo elementos funcionales, sino también cualidades simbólicas, en un proceso que debe mantener un margen necesario de ambigüedad y ambivalencia. Por su parte, Norbert Schulz construye una historiografía del Movimiento Moderno en la que, en lugar de enfocarse en las técnicas constructivas y la funcionalidad, como se hacía en enfoques previos, se subraya la capacidad de la arquitectura para generar significados. Para Schulz, los símbolos no solo son importantes, sino que constituyen una necesidad humana primordial, incluso por encima de las funciones fisiológicas.
Desde esta perspectiva, los edificios modernos se ven como carentes de significados cívicos y públicos accesibles a la mayoría de los ciudadanos. Esta idea se resume en una frase clave: “no tienen significado para los ciudadanos corrientes”. El sujeto de la arquitectura, según esta crítica, deja de ser el “hombre universal” propuesto por el Movimiento Moderno, o el “hombre concreto” de las revisiones críticas de figuras como Tim Ten. Ahora, el foco está en el “ciudadano corriente” como colectivo, un grupo social diverso y masivo.
Este enfoque lleva a la clasificación de la arquitectura de Robert Venturi como “arquitectura populista”, ya que él aborda de manera directa el papel de la arquitectura en relación con las masas. Otros arquitectos contemporáneos, como Aldo Rossi, comparten esta preocupación por la desconexión entre los especialistas y la ciudadanía común. Rossi, en particular, destaca la memoria colectiva como una herramienta para recuperar ese puente, sugiriendo que los elementos históricos, fácilmente identificables por cualquier persona, pueden servir para restablecer esa conexión. Un ejemplo de esto sería el uso de una columna dórica, un símbolo comúnmente reconocido en la memoria colectiva de muchas civilizaciones.
Este conjunto de teorías apunta a la crítica de la arquitectura moderna como demasiado abstracta, repetitiva y carente de una relación directa con las experiencias cotidianas del ser humano. En lugar de seguir proyectando para un idealismo universal, estos autores sugieren que la arquitectura debe asumir su rol público y utilizar símbolos históricos como medio para restablecer una relación más significativa con las personas comunes. De aquí nace el concepto de “populismo arquitectónico”, o como se prefiere denominar en este análisis, “arquitectura como sistema comunicativo”, en el que se busca una arquitectura que hable directamente a las masas, conectando a la sociedad con su entorno construido.
Robert Venturi y Denise Scott Brown abordan la arquitectura como un lenguaje capaz de comunicar significados a los ciudadanos. Esta noción se hace particularmente relevante en el trabajo de Venturi, especialmente en su influyente obra Complejidad y contradicción en arquitectura (1966), un texto clave para comprender el tránsito de la arquitectura moderna hacia la postmoderna. Publicado por el Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York, el texto surgió durante la estancia de Venturi en la Academia Americana en Roma, donde sus reflexiones dieron forma a una crítica profunda al racionalismo de la arquitectura moderna.
Venturi no solo cuestiona los principios fundamentales de la arquitectura moderna, sino que lanza un manifiesto a favor de una arquitectura híbrida, compleja, contradictoria y ambigua. Al hacerlo, refuerza su oposición al principio de coherencia, una piedra angular del racionalismo moderno, al argumentar que la riqueza formal de los ejemplos históricos del barroco y el manierismo no deriva de su coherencia, sino de su complejidad y su imposibilidad de ser reducidos a un único orden lógico-estético, como se aspiraba en la modernidad. Venturi argumenta que los arquitectos modernos erraban al tratar de imponer una lógica singular y purista sobre las construcciones, dejando de lado la pluralidad y las contradicciones inherentes a la arquitectura.
El texto es, en esencia, una crítica al puritanismo moral de los arquitectos del Movimiento Moderno, donde Venturi se opone a la máxima “menos es más” de Mies van der Rohe, proponiendo en su lugar la famosa frase “más no es menos”. En sus posteriores escritos, esta crítica se amplifica, incluso usando expresiones como “menos es aburrido”, para desafiar la idea de que la arquitectura debía reducirse a una simpleza extrema. La postura de Venturi refleja una actitud de rechazo hacia el formalismo que él consideraba dominante en el Movimiento Moderno. Para él, la arquitectura no debía limitarse a alterar ambientes existentes, sino comprender y revalorizar las necesidades y la realidad de los usuarios.
Al definirse a sí mismo como arquitecto postmoderno, Venturi aboga por una superación del Movimiento Moderno, no como un rechazo total, sino como un intento de evitar su formalismo extremo. En lugar de seguir una visión homogénea, propugna por una arquitectura más rica, abierta y plural, que se enfrenta a la rigidez del estilo internacional y abraza la complejidad de la realidad. En este contexto, la arquitectura barroca se convierte en una de las grandes inspiraciones de Venturi, representando una aproximación más matizada y rica frente a la sobriedad del modernismo.
La obra Complejidad y Contradicción en la Arquitectura de Robert Venturi se erige como un manifiesto crítico frente a la rigidez y la pureza del Movimiento Moderno. A lo largo del texto, Venturi aboga por una arquitectura que abrace la ambigüedad, la contradicción y la multiplicidad de significados, elementos que considera esenciales para una expresión arquitectónica más rica y representativa de la realidad humana. El interés de Venturi se centra en la capacidad de la arquitectura para articular una unidad geométrica, mientras se permite la transgresión de esa misma unidad mediante la introducción de elementos ambivalentes. A lo largo de su obra, el autor muestra una notable admiración por los estilos históricos, particularmente el manierismo, el barroco y el rococó, a los cuales recurre para ilustrar sus puntos sobre la complejidad inherente a la buena arquitectura. Este enfoque no significa, sin embargo, un rechazo total de la arquitectura moderna, como lo evidencian sus elogios hacia figuras contemporáneas como Louis Kahn, Eero Saarinen, Aldo van Eyck, Álvaro Siza y Le Corbusier.
El aspecto más relevante del libro es su propuesta de una arquitectura que se distancie de la simplificación extrema promovida por los modernistas. Venturi se opone al dogma de la “pureza” formal defendida por arquitectos como Mies van der Rohe, planteando una visión más pluralista, en la que la complejidad y la contradicción no son un obstáculo, sino una cualidad deseable. Al hacerlo, Venturi introduce una postura que defiende la idea de que más no es menos, una reinterpretación irónica del aforismo modernista, sugiriendo que la abundancia de elementos y significados es capaz de enriquecer la experiencia arquitectónica. Esta actitud refleja un giro hacia una visión de la vida más compleja e irónica, alejada de la simplicidad y el orden que dominaban las primeras décadas del siglo XX. En lugar de la frialdad funcionalista que, según Venturi, conduce a la desolación, él promueve una “arquitectura vital”, en la que lo redundante y lo híbrido ocupan un lugar central.
Este enfoque se vincula estrechamente con la sociedad de consumo de Estados Unidos en las décadas de 1950 y 1960, así como con el arte y la música pop, de figuras como Andy Warhol, en las que la estética de la sobreabundancia y la simultaneidad de significados encuentran un paralelo directo. No obstante, la admiración de Venturi por la modernidad y su aprecio por las obras de arquitectos como Le Corbusier y Álvaro Siza implican que su obra no se alinea completamente con lo que hoy entendemos como arquitectura postmoderna, término que, de hecho, no existía en el momento de la publicación del libro. En resumen, Complejidad y Contradicción marca un giro hacia una arquitectura más inclusiva, que abraza las tensiones y los significados contradictorios, pero sin abandonar por completo los logros de la modernidad.
Robert Venturi, en su obra “Complejidad y Contradicción en la Arquitectura”, ilustra sus postulados a través de una serie de proyectos propios que reflejan su visión crítica de la arquitectura moderna. Entre ellos, se encuentra la Personhouse en Chestnut Hill, finalizada en 1959. Este proyecto evidencia una fuerte influencia de Louis Kahn, con volúmenes puros y una iluminación cenital característica. Venturi, formado en la misma universidad donde Kahn impartía clases, es considerado uno de sus discípulos. Sin embargo, su producción arquitectónica posterior se aparta significativamente del legado de Kahn.
Otro proyecto destacado en la obra de Venturi es la Casa Vanna Venturi, construida en 1962 para su madre. En esta obra se materializan las ideas de ambigüedad y la superposición de órdenes simultáneos que Venturi desarrolla en su texto. Se observa una yuxtaposición entre la escala doméstica, evidente en elementos como ventanas, muebles y puertas, y una escala monumental que se manifiesta en la fachada con una simetría aparente y una alusión al frontón griego. No obstante, esta simetría se ve desarticulada en los detalles, como en la disposición de las ventanas que, a pesar de la presencia de un eje central, no son idénticas a ambos lados.
La estrategia de Venturi introduce un orden simétrico solo para subvertirlo en diversos aspectos del diseño. Un ejemplo de esta transgresión se encuentra en la planta de la casa, cuya distribución interior no sigue un esquema simétrico. Además, la inclusión de molduras y elementos decorativos, que Venturi reivindica como esenciales en la arquitectura, contrasta con el rechazo que los arquitectos modernos manifestaban hacia estos recursos.
La complejidad del espacio en la Casa Vanna Venturi se manifiesta también en la interconexión de sus elementos. La clara separación de estancias, típica de la arquitectura moderna, se diluye en favor de una continuidad espacial. Un ejemplo paradigmático es la chimenea, que no solo atraviesa la casa de manera visible desde el exterior, sino que además se integra con la escalera, reforzando la idea de una arquitectura donde los límites entre función y simbolismo se desdibujan.
La escalera y la chimenea representan dos elementos que se fusionan en la obra de Robert Venturi. Desde la perspectiva de la arquitectura moderna, esta fusión resulta inusual, pues dicho movimiento propugna una claridad en la lectura del espacio. En este sentido, la arquitectura moderna pretende que cada componente del proyecto mantenga una identidad clara y diferenciada. Sin embargo, en el caso analizado, estos elementos se confunden entre sí, generando una relación ambigua dentro de la composición arquitectónica.
Uno de los proyectos destacados en este contexto es la Guildhouse, finalizada en 1963. La distribución de la planta responde a un esquema funcionalista, con un pasillo, escaleras y habitaciones organizadas de manera lógica y eficiente. No obstante, este orden estructural convive con una composición clásica en la fachada, caracterizada por un eje de simetría rígido y evidente. La dualidad entre la claridad funcionalista del interior y la expresividad neoclásica del exterior sorprendió a los arquitectos contemporáneos. La fachada establece una jerarquía visual, diferenciando claramente el basamento, el cuerpo principal y el ático mediante el uso de una curva marcada. Además, este proyecto adquiere relevancia al introducir el uso del rótulo como un elemento de la composición arquitectónica, un recurso vinculado al pop art que Venturi emplearía en múltiples obras posteriores.
Otra propuesta temprana de Venturi es su participación en el concurso para una fuente en Fairmont Park, Filadelfia, en 1964. Esta obra anticipa elementos recurrentes en su trayectoria y la de su equipo. Se observa una interpretación histórica de la fuente barroca romana, combinada con la utilización de objetos encontrados, en una estrategia conceptual similar a la obra de Marcel Duchamp. Asimismo, el uso de la ironía como herramienta discursiva se manifiesta de manera evidente en esta propuesta.
A principios de la década de 1970, en 1972, Denise Scott Brown y Robert Venturi publicaron “Aprendiendo de Las Vegas”, un texto fundamental dentro del pensamiento arquitectónico contemporáneo. Esta obra resulta del trabajo de investigación realizado junto con sus alumnos, en el que analizaron la calle principal de Las Vegas, conocida como Main Street. El libro se presenta como un tratado sobre el simbolismo en la arquitectura, explorando sin prejuicios la morfología urbana emergente en ciudades de Europa y América. Este análisis propone una aproximación crítica a la dicotomía entre el urbanismo normativo y las nuevas configuraciones urbanas vinculadas al desarrollo del tráfico vehicular y la cultura del espectáculo.
El estudio de la calle principal de Las Vegas revela un cambio paradigmático en la relación entre arquitectura y comunicación visual. A diferencia del urbanismo tradicional, en el que los edificios contribuyen a la definición del espacio urbano, en este nuevo modelo la arquitectura cede protagonismo a la señalética. Los edificios se convierten en volúmenes funcionales sin mayor relevancia, mientras que la identidad del espacio se construye a través de rótulos y elementos visuales destinados a captar la atención de los conductores en movimiento. Este fenómeno, representado por ejemplos icónicos como el letrero en forma de donut gigante, evidencia la transformación de la arquitectura en un medio de comunicación visual adaptado a la velocidad y las dinámicas contemporáneas del consumo urbano.
Las fotografías presentadas en la obra Learning from Las Vegas documentan y analizan la ciudad desde una perspectiva arquitectónica, utilizando herramientas gráficas y visuales para descomponer las relaciones espaciales entre la calle, los edificios y los carteles publicitarios. En la esquina superior izquierda de las imágenes se observa a Denise Scott Brown y Robert Venturi, quienes emplean estos recursos para estudiar el entorno urbano de Las Vegas, no como una manifestación vulgar o errónea, sino como un fenómeno del que consideran posible extraer lecciones significativas para la arquitectura.
El trabajo de Venturi y Scott Brown ha sido interpretado como una exaltación del “mal gusto” o, más precisamente, del gusto popular. Su análisis parte de la premisa de que la arquitectura es un sistema de comunicación y que los edificios adquieren significados intensos para quienes transitan y habitan los espacios urbanos. A partir de esta idea, en su obra se postulan dos formas de hacer que un edificio sea comunicativo.
La primera consiste en la expresión directa de la función a través de la forma arquitectónica. Un ejemplo paradigmático de este enfoque es el llamado “edificio pato”, cuya morfología expresa de manera literal su propósito. Siguiendo esta lógica, se podría considerar un restaurante de comida rápida cuya edificación adopte la forma de una hamburguesa, o una catedral gótica que, mediante su verticalidad y ornamentación, represente la aspiración espiritual.
La segunda estrategia se basa en el concepto de “tinglado decorado”. En este caso, la arquitectura se reduce a una estructura funcional básica, prismática y desprovista de rasgos expresivos, que se complementa con elementos gráficos o señalética de gran formato para comunicar su propósito. En Learning from Las Vegas, se argumenta que en este modelo el rótulo adquiere mayor relevancia que la arquitectura misma, trasladando el peso comunicativo desde la forma construida hacia la imagen proyectada.
Esta perspectiva implica una descomposición de la forma arquitectónica en dos componentes diferenciados: la organización funcional, encargada de resolver los requerimientos prácticos del edificio, y la imagen, cuya función es establecer un diálogo visual con el entorno y el público. En la visión de Venturi y Scott Brown, estos dos aspectos no necesitan mantener una relación de coherencia interna, lo que representa una ruptura con los principios fundamentales del Movimiento Moderno.
Para los arquitectos modernos, la forma debía estar en consonancia con la función, estableciendo una relación de coherencia intrínseca entre el propósito del edificio y su configuración espacial. La propuesta de Venturi desafía esta noción al relegar la importancia de la espacialidad y otorgar un rol central a la imagen y el simbolismo. Este giro conceptual reconfigura la manera en que la arquitectura es entendida, desplazando el énfasis desde la lógica funcionalista hacia una aproximación basada en la percepción y la comunicación visual.
En la arquitectura contemporánea, la relación entre la forma y la función ha sido objeto de múltiples revisiones y cuestionamientos. La obra de Robert Venturi y Denise Scott Brown representa una ruptura con los principios fundamentales del Movimiento Moderno, especialmente en lo que respecta a la conexión entre la estructura interna de un edificio y su imagen exterior. En su planteamiento, el valor arquitectónico se traslada de la experiencia espacial interna a la significación visual de la fachada. Este giro implica una separación radical entre el contenedor funcional y la expresión simbólica del edificio, generando una disociación que hubiera resultado inaceptable para los arquitectos modernos.
Uno de los ejemplos más representativos de esta postura es el proyecto para el concurso del National College Hall of Fame, concluido en 1967. En esta propuesta, la arquitectura se reduce a un espacio funcional de carácter genérico que se asemeja a una galería comercial con un pasillo central y diversas dependencias administrativas, de investigación y biblioteca. Este volumen, concebido como una estructura funcional mínima, se encuentra subordinado a una monumental fachada que actúa como un muro autónomo y una pantalla de comunicación visual. Esta estrategia transforma el edificio en una suerte de soporte publicitario, un recurso que evidencia la prioridad otorgada a la imagen sobre la experiencia espacial interna.
El concepto de “Decorated Shed”, formulado por Venturi y Scott Brown, sintetiza esta aproximación arquitectónica. En esta lógica, la arquitectura ya no es una manifestación de la coherencia estructural y funcional, sino un sistema de signos donde la imagen externa adquiere un rol preponderante. La contradicción con los principios defendidos por Adolf Loos resulta evidente: mientras que para Loos la arquitectura debía ser sobria y desnuda en su exterior, reservando su expresividad para los espacios interiores, Venturi y Scott Brown proponen la inversa, creando edificios con interiores funcionales y anónimos cuya singularidad se manifiesta exclusivamente en la fachada.
Sin embargo, no toda la obra de Venturi y Scott Brown se inscribe en esta lógica extrema. Existen proyectos que adoptan estrategias más racionalistas, como el concurso para el edificio de matemáticas de la Universidad de Yale, finalizado en 1969. En este caso, se observa una aproximación más contenida, lo que sugiere una intención autocrítica y una exploración constante de las posibilidades formales y comunicativas de la arquitectura. De este modo, la obra de Venturi y Scott Brown no puede reducirse a una simple exaltación del signo arquitectónico, sino que se inscribe en un proceso de cuestionamiento continuo sobre la relación entre función, significado e imagen en la disciplina.
Robert Venturi y Denise Scott Brown desarrollaron una aproximación teórica y práctica a la arquitectura en la que el simbolismo y la referencia histórica desempeñaron un papel fundamental. Entre sus proyectos, Western Plaza en Washington, terminada en 1977, representa una interpretación a escala reducida del plano urbano de la ciudad. Este enfoque se traduce en una composición de fondo y figura propia del urbanismo, en la que las manzanas se representan en gris y las calles en blanco, llegando incluso a recrear el Capitolio a escala dentro de la plaza.
Otro proyecto destacado es el Patio Franklin, finalizado en 1972, concebido como entrada a un museo y estructurado en torno a una forma vacía que evoca la imagen arquetípica de una casa con chimeneas. En este caso, Venturi recurre a formas simbólicas y referencias visuales universales, apelando a la memoria colectiva. Su exploración del arte contemporáneo, la ironía y la transgresión del orden arquitectónico tradicional se manifiestan en este y otros diseños de la misma época.
En la Casa Brand, completada en 1971, se observa una evolución de estos principios formales y conceptuales. Hacia finales de la década de 1970, Venturi y Scott Brown perfeccionan la idea del “tinglado decorado” o “edificio anuncio”, derivándola en el concepto de “aplique”. Esta propuesta enfatiza la aplicación decorativa en las superficies de los edificios, tomando como referencia los patrones utilizados en el movimiento Arts and Crafts, especialmente en los diseños de William Morris.
La metodología adoptada por estos arquitectos consistió en la construcción de edificios funcionales y convencionales, cuya identidad final se definía a través de un tratamiento superficial ornamental. Venturi atribuye esta concepción a John Ruskin, aunque esta relación resulta debatible. La idea subyacente plantea que el carácter del edificio se encuentra en su “vestuario” o decoración, mientras que la estructura y el interior responden exclusivamente a principios funcionales.
Ejemplo de esta estrategia es el edificio de oficinas para el Instituto de Información Científica en Filadelfia, cuya forma prismática y carácter anodino se transforman mediante el uso de revestimientos cerámicos de colores, generando una ilusión de mayor escala y complejidad. Otro caso representativo es el Salón de Exposiciones de Productos Best, cuya apariencia remite a un centro comercial, pero cuya piel se encuentra recubierta con grandes motivos florales, asemejando un envoltorio de regalo a gran escala.
A partir de la década de 1980, Venturi comienza a distanciarse del posmodernismo, a pesar de haber sido considerado una figura clave dentro de este movimiento. Su crítica se orienta hacia un enfoque más empírico y radical, consolidando su interés por la dimensión convencional y el tratamiento superficial en la arquitectura. La intención subyacente en su teoría del “aplique” es la integración del arte comercial en la arquitectura cotidiana, eliminando la distinción entre los objetos de uso diario y la cultura arquitectónica elitista.
O sea, una vez más, es un intento de desarrollar una arquitectura populista para las masas, para el pueblo, etc. Kenneth Frampton, el crítico, el historiador, afirma que este culto a lo feo y lo corriente de Venturi y Scott Brown llega a ser indistinguible de las consecuencias de la economía de mercado. Que los autores se ven obligados a admitir que la superficialidad del diseño arquitectónico en una sociedad que está solo motivada por impulsos económicos.
En su opinión, hay un verdadero peligro en la obra de estos arquitectos de caer en la mercadotecnia y en la trivialización y la superficialidad. La arquitectura de Venturi y Scott Brown se convierte casi en un puro mensaje y una imagen. Sin espacios, ni procesos, ni funciones, ni estructura, ni técnicas, ni nada más.
Simplemente una pura imagen que se puede hacer una fotografía y publicarla en revistas de arquitectura. Pero si vemos en estos edificios, ni siquiera estoy poniendo fotos de los interiores porque ni siquiera hay fotografías de los interiores. Porque para Venturi los interiores no son tan importantes, es más importante lo que el edificio comunica por fuera.
Lo que es importante es la fachada, al fin y al cabo. Esto lo que ocurre es que lo que provocó en la época es que la arquitectura americana o los arquitectos americanos ya no participasen tanto en los procesos de diseño funcionales y programáticos del edificio desde el principio sino que fuesen simplemente un profesional que lo que hace es hacerte bonito, hacer que parezca bonito lo que el constructor o lo que el promotor quiere construir. Sea como fuere, los arquitectos Venturi y Brown no son los únicos que adoptaron esta propuesta populista o esta importancia de la imagen respecto a la función.
Enseguida tuvieron seguidores muy receptivos en los círculos académicos y entre ellos especialmente el historiador Vincent Schooley, los arquitectos Charles Moore y Robert Stern, etc. El efecto global de esto es que se populariza una reacción indiscriminada en contra de todas las formas de expresión moderna en la arquitectura. Situación que el crítico Charles Jencks en su libro que veis a la izquierda de la portada, titulado El lenguaje de la arquitectura postmoderna, publicado en 1977, describe como postmodernidad.
En su libro, en este libro Charles Jencks describía este movimiento iniciado por Venturi como un arte populista, pluralista de comunicación inmediata. Quizá no tanto en la obra de Venturi, porque las obras que hemos visto, al fin y al cabo, Venturi es en cierto modo un provocador, pero aún tiene cierta vergüenza de abandonar por completo los principios funcionales y estructurales de la modernidad. Pero sí que en la obra de otros arquitectos, lo que esto provoca es, como he dicho, una prioridad total y absoluta de la fachada y del exterior de los edificios, como un sistema comunicativo.
Y provocaron en los Estados Unidos una aluvión de obras de este tipo, como las que ahora os voy a enseñar, que se convirtieron en manifiestos de una arquitectura supuestamente postmoderna. Podemos mencionar solo tres. Este primero que veis aquí, esto es la Piazza d’Italia en Nueva Orleans, proyectada por Charles Moore, que parece una broma, pero realmente está construida.
El análisis de la arquitectura posmoderna revela una serie de estrategias formales y conceptuales que desafían los principios del Movimiento Moderno. En diversas obras, se observa un uso deliberado de órdenes arquitectónicos históricos, colores llamativos y referencias simbólicas, a menudo con una intención irónica o provocadora. Un ejemplo significativo es el Ayuntamiento de Portland, diseñado por Michael Graves y terminado en 1983, donde se emplea la simetría y elementos arquitectónicos a gran escala, como columnas con capiteles que sobresalen del edificio, en un ejercicio que enfatiza la monumentalidad escenográfica.
Otro caso paradigmático es el edificio de la AT&T en Nueva York, diseñado por Philip Johnson. En esta obra, se retoman referencias explícitas a la arquitectura clásica, evidenciando la tendencia del arquitecto a reinterpretar estilos históricos en distintas etapas de su trayectoria. Johnson, quien en sus inicios adoptó una estética cercana a la de Mies van der Rohe, se alineó posteriormente con la moda posmoderna historicista, lo que demuestra su interés en adaptarse a corrientes estilísticas emergentes más que en desarrollar un lenguaje propio y coherente.
El análisis de estos proyectos permite advertir cómo la arquitectura posmoderna prioriza la imagen y la composición de las fachadas por encima de criterios funcionales o estructurales. Esta tendencia conduce a la reutilización de formas y recursos simbólicos de otras épocas sin una justificación programática clara, generando efectos escenográficos que responden más a una intención visual que a una necesidad arquitectónica. En este sentido, se vuelve pertinente reflexionar sobre la naturaleza de la posmodernidad y su impacto en la arquitectura.
Charles Moore, por ejemplo, al diseñar una de sus plazas, hace referencia a la tradición italiana de los órdenes arquitectónicos clásicos, combinándolos con ele
mentos inesperados que rozan lo caricaturesco. La inclusión de columnas toscanas, dóricas, jónicas y corintias en torno a una fuente, seguida de la adición de un “orden de charcutería” inspirado en salchichas de escaparate, demuestra un enfoque lúdico y paródico. La justificación de Moore para incorporar un frontón de templo y un campanario obedece más a una disposición arbitraria de elementos que a una necesidad espacial o funcional, lo que enfatiza el carácter irónico de su intervención.
Este juego entre la ironía y el absurdo en la arquitectura posmoderna plantea una cuestión fundamental: ¿hasta qué punto esta corriente representa una crítica válida al racionalismo moderno y hasta qué punto se convierte en un ejercicio meramente estético y superficial? La posmodernidad, como concepto, ha sido objeto de múltiples interpretaciones y su definición sigue siendo ambigua tanto en la arquitectura como en la filosofía y otras disciplinas artísticas. Su amplitud conceptual ha permitido la inclusión de propuestas muy diversas bajo su denominación, generando debates sobre su coherencia y alcance real dentro del discurso arquitectónico contemporáneo.
Uno de los textos más relevantes para comprender la posmodernidad es “Los orígenes de la posmodernidad” de Perry Anderson. En esta obra, el autor realiza un recorrido por las distintas definiciones del término desde principios del siglo XX hasta la actualidad. El concepto ha experimentado variaciones significativas, oscilando entre una connotación positiva y otra negativa.
En su sentido negativo, lo posmoderno se ha caracterizado como un abandono de la modernidad en favor de un perfeccionismo del detalle y un humor irónico. Esta acepción fue introducida en el ámbito arquitectónico por el poeta Federico de Onís en la década de 1930. Onís utilizó el término para describir a aquellos que rechazaban los principios de la modernidad y se enfocaban en una estética fragmentaria e irónica, en contraste con quienes buscaban profundizar en la modernidad o aquellos considerados ultramodernos.
Por otro lado, una interpretación más positiva de la posmodernidad la presenta como una superación de la modernidad, un intento de ir más allá de sus límites. Desde esta perspectiva, lo posmoderno no se define por el abandono de la modernidad, sino por su trascendencia. Esta interpretación fue propuesta por el poeta Charles Olson hacia mediados del siglo XX. Para Olson, lo posmoderno debía entenderse como una ultramodernidad que desafiaba el racionalismo humanista occidental y su noción del hombre como centro de la realidad.
En la actualidad, la acepción negativa de la posmodernidad es la más extendida, especialmente en el ámbito arquitectónico. Se utiliza para criticar a quienes se apartan de los principios modernistas y adoptan un enfoque estético carente de la coherencia estructural que caracterizaba a la modernidad. En términos más amplios, la posmodernidad también ha sido interpretada como un período de crisis de los ideales del liberalismo y el socialismo, en el que la razón y la libertad son desplazadas por una sociedad marcada por la inestabilidad, la flexibilidad extrema y la superficialidad. Este enfoque se ha vuelto predominante en los debates políticos contemporáneos, donde se asocia la posmodernidad con una sociedad líquida y desprovista de estructuras sólidas.
A partir de 1972, con las obras de Peter Eisenman y la influencia de una revista literaria que promovía el pensamiento de Charles Olson, resurge la visión positiva de la posmodernidad. En este contexto, el crítico literario Ihab Hassan desempeña un papel fundamental al publicar un ensayo en el que define la posmodernidad como una forma de alta modernidad o ultramodernidad llevada a su expresión mínima, lo que él denominó “literatura del silencio”. Hassan identificó a figuras como John Cage, Robert Rauschenberg y Buckminster Fuller como exponentes de esta tendencia.
Sin embargo, en el ámbito arquitectónico, así como en otras disciplinas artísticas y científicas, la posmodernidad no siguió el camino de la ultramodernidad propuesto por Hassan. Más bien, se consolidó la connotación negativa, en la que la posmodernidad se percibe como una fragmentación de los ideales modernos en favor de un eclecticismo estilístico y conceptual. Este fenómeno ha dado lugar a un debate continuo sobre el significado y las implicaciones de lo posmoderno en la cultura contemporánea.
La apropiación del concepto de posmodernidad por parte de la arquitectura ha sido un proceso determinante en su difusión y reinterpretación. Durante las décadas de 1970 y 1980, los principales debates sobre la posmodernidad surgieron en el ámbito arquitectónico antes de expandirse a otras disciplinas, como la filosofía. La arquitectura no solo incorporó el término, sino que lo proyectó al dominio público y lo estableció como un eje central en las discusiones culturales de la época.
Este proceso de apropiación llevó a una transformación del concepto, que pasó a ser entendido, en gran medida, como una involución decorativa e irónica de la modernidad. La crítica arquitectónica, y en particular el trabajo de Robert Venturi y Denise Scott Brown, desempeñó un papel clave en esta reformulación. Su libro “Aprendiendo de Las Vegas” representó un ataque directo a la arquitectura moderna, proponiendo una reconsideración de la relación entre arquitectura, pintura, artes gráficas y escultura. Frente a la modernidad, que privilegiaba el espacio sobre el símbolo, Venturi y Scott Brown defendían la primacía del símbolo y la comunicación visual en el entorno construido.
Uno de los pasajes más reveladores de su obra señala cómo la avenida comercial de Las Vegas obliga al arquitecto a adoptar una postura sin prejuicios, centrada en la comprensión de la realidad existente más que en su transformación. La arquitectura moderna, en su visión, manifestaba un descontento con las condiciones establecidas, mientras que la perspectiva posmoderna se enfocaba en aceptar la realidad y mejorarla dentro de sus propios términos. Esta dicotomía se sintetizaba en una distinción fundamental: la arquitectura moderna construía para el hombre, mientras que la arquitectura posmoderna lo hacía para los mercados y las masas.
Charles Jencks, otro teórico central en la consolidación del posmodernismo arquitectónico, acuñó el término “arquitectura posmoderna” para describir esta nueva corriente. Su visión integraba conceptos como la variedad, la legibilidad popular y la ironía, elementos clave en la arquitectura que emergía de “Aprendiendo de Las Vegas”. Sin embargo, Jencks también reconoció que el término “posmoderno” podía tener connotaciones negativas, motivo por el cual en sus últimos escritos defendió la idea de un “eclecticismo radical”. Este eclecticismo se caracterizaba por la combinación de elementos nuevos y antiguos, así como por la fusión de la alta y la baja cultura.
Un acontecimiento determinante en la expansión del posmodernismo arquitectónico fue la Bienal de Venecia de 1980, comisariada por Paolo Portoghesi bajo el título “La presencia del pasado”. Esta exposición consolidó el reconocimiento del posmodernismo como un movimiento global y puso de manifiesto su influencia en la producción arquitectónica de finales del siglo XX. La muestra reunió a figuras clave del movimiento y evidenció la diversidad de enfoques dentro de la arquitectura posmoderna, reafirmando su carácter heterogéneo y su énfasis en la reinterpretación del pasado como estrategia proyectual.
La exposición mencionada presentó un conjunto de arquitectos que diseñaron sus propios stands, los cuales consistían en fragmentos de fachadas que hacían referencias a diversos periodos de la arquitectura clásica, incluyendo el barroco. Sin embargo, estos elementos no eran estructuras verídicas, sino reproducciones construidas con cartón-piedra. Entre ellas, destacó una composición de columnas con variaciones estilísticas, como una realizada con un ciprés o una planta, además del conocido diseño irónico de Adolf Loos para el Chicago Tribune, que incorporaba un frontón de cartón-piedra con una luz de neón circular en la parte superior. Robert Venturi también participó con su propio stand en esta exposición.
Para Charles Jencks, quien organizó la muestra, solo la posmodernidad y sus recursos simbólicos respondían de manera efectiva a la necesidad contemporánea de una nueva espiritualidad. Jencks exaltó el posmodernismo como una civilización mundial basada en la tolerancia plural y en la libre elección dentro de una oferta arquitectónica excesivamente variada. Según su perspectiva, este movimiento eliminaba las dicotomías tradicionales, consideradas obsoletas, tales como la oposición entre izquierda y derecha o entre la clase capitalista y la clase obrera.
No obstante, la arquitectura posmoderna legó proyectos que, en su mayoría, pueden ser categorizados como edificios-escenario, caracterizados por una combinación de citas clásicas y vernáculas ejecutadas de manera incoherente o desconcertante. Ejemplos representativos incluyen obras de Venturi y Charles Moore, entre otros. Esta aproximación resultó en un revival histórico de carácter vulgar y en la copia acrítica de elementos decorativos de otras épocas. Aún más problemático fue el hecho de que la arquitectura posmoderna se definió predominantemente en términos formales y superficiales, relegando aspectos funcionales y estructurales a un segundo plano.
Esta tendencia situó a la disciplina arquitectónica en una posición comprometida, donde el constructor o promotor inmobiliario determinaba tanto la envoltura estética como las funciones del edificio, mientras que el arquitecto asumía un rol meramente decorativo. Este modelo, en ciertos sectores de la arquitectura estadounidense, consolidó la visión del arquitecto como un mero estilista, en contraste con el ingeniero, encargado de resolver la estructura y la funcionalidad del edificio. Incluso arquitectos de renombre, como James Stirling, se vieron seducidos por las premisas del posmodernismo, lo que demuestra el impacto y la penetración de esta corriente en la práctica arquitectónica de la época.
El proceso arquitectónico de transición hacia la postmodernidad se presenta de manera compleja y a menudo contradictoria. En este contexto, se observa un cambio significativo en el tratamiento de las formas arquitectónicas, evidenciado en ejemplos que van desde un primer tipo de modernidad expresionista, como es el caso de una escuela de ingeniería con una clara influencia de la modernidad, hasta una mezcla de historicismo y fragmentos de modernidad que caracteriza a ciertos museos y otros edificios contemporáneos, como los de Stuttgart.
En este marco, algunos arquitectos son identificados como postmodernos, aunque sus enfoques y obras se alejan considerablemente de las características clásicas del eclecticismo. Nombres como Robert Krier y Hans Hollein se incluyen dentro de esta categoría, pero la referencia a sus obras queda fuera del ámbito de esta discusión, ya que la postmodernidad en estos casos se presenta de forma extensa y más relacionada con el eclecticismo que con la crítica más profunda a los postulados modernos.
Sin embargo, hay una corriente dentro de la postmodernidad que se aleja del eclecticismo superficial y se adentra en una reinterpretación crítica de la modernidad. En este sentido, figuras como Robert Venturi y Charles Moore, conocidos en su momento como “los grises” por el tono que adquirieron sus construcciones en madera de pino, se destacaron por una postura que, si bien se inscribe en la postmodernidad, también busca una radicalización y superación de la modernidad desde su propia esencia. Estos arquitectos son el punto de inflexión entre la postmodernidad como simple retorno a estilos pasados y la postmodernidad como una transformación profunda y crítica de los principios modernos.
En este sentido, los arquitectos estadounidenses asociados a la corriente de los “grises”, como Peter Eisenman y John Hedak, reinterpretaban el lenguaje racionalista de la modernidad a través de las huellas dejadas por figuras históricas del Movimiento Moderno. Eisenman se inspira particularmente en la arquitectura de Josep Terreny, mientras que Hedak se inclina hacia las influencias de los neoplasticistas holandeses. Ambos coinciden en su defensa de la vigencia del sistema formal moderno, enfrentándose a aquellos postmodernos que, al considerar muerta la modernidad, recurrían al eclecticismo.
Lo que distingue a Eisenman y Hedak de otros arquitectos postmodernos, como los asociados a los estilos eclécticos, es su insistencia en mantener una radicalidad formal que no busca simplemente revivir, sino reinterpretar críticamente las formas modernas. De ahí que, a pesar de ser etiquetados como postmodernos, su trabajo puede entenderse como parte de una corriente ultramoderna, vinculada a la noción positiva de postmodernidad que propusieron teóricos como Hassan y Bab Hassan. Esta corriente, identificada con la “radicalización ultramoderna” de la modernidad, se expresa en lo que se ha denominado el “lenguaje del silencio”, una aproximación minimalista y conceptualmente profunda que busca más que nada transformar los discursos modernos en un diálogo renovado, aunque siempre enmarcado dentro de sus propios límites.
Por lo tanto, la cuestión de si estos arquitectos deben ser considerados postmodernos o no se convierte en una cuestión de matiz y de interpretación. Sin embargo, si se decide seguir esta clasificación, es importante hacerlo dentro de la perspectiva de lo postmoderno como una versión avanzada o radicalizada de la modernidad, y no como un simple retorno a lo pasado.
Peter Eisenman es reconocido principalmente por su significativa aportación teórica al análisis de proyectos de arquitectura moderna, en la que se aleja de los significados políticos y sociales que tradicionalmente se han atribuido a los edificios. Su enfoque se centra en las estrategias formales, dejando de lado cualquier interpretación contextual para concentrarse exclusivamente en la forma misma de los edificios. Esta postura lo distingue como un arquitecto que no solo contribuye al desarrollo de una aproximación intelectual y conceptual a la arquitectura, sino que también influye profundamente en generaciones posteriores de arquitectos como Rem Koolhaas, Frank Gehry y Daniel Liebeskind.
Eisenman, en sus primeros trabajos, asume la premisa de un mundo cerrado y perfecto de geometría pura y la interacción de diferentes geometrías, a partir de la cual desarrolla su propia arquitectura. Su propuesta radica en una separación radical entre lo humano y el mundo de la geometría y las matemáticas, lo que implica que la arquitectura debe prescindir de cualquier referencia emocional o funcional, y centrarse exclusivamente en las formas abstractas. Este enfoque lo conecta con los métodos geométricos de la Escuela de Cambridge, en particular con la influencia de Colin Rowe, y con los estudios lingüísticos de Noam Chomsky, que proporcionan la base teórica para su trabajo.
El arquitecto adopta una postura de total abstracción, tomando como referencia el arte conceptual, donde la relevancia no recae en el producto final, sino en el proceso y las ideas subyacentes que lo motivan. De manera similar a los artistas conceptuales, Eisenman subraya la importancia del proceso creativo sobre el resultado final, rechazando la noción de que la arquitectura deba comunicar un mensaje claro o tener una función concreta. Para él, la arquitectura debe ser entendida como un ejercicio intelectual que se desarrolla independientemente de la necesidad de agradar a las masas o resolver cuestiones prácticas.
En este contexto, Eisenman sostiene que el proceso de creación es más importante que el objeto finalizado. El observador solo podrá valorar sus edificios si es capaz de racionalizar y comprender el concepto subyacente que los origina. La arquitectura, entonces, se convierte en un proceso autónomo, desconectado de las expectativas funcionalistas o simbólicas. Para Eisenman, al igual que en las obras de arte conceptual, el edificio no debe tener un significado explícito, sino que debe mantenerse en silencio, en una especie de neutralidad estilística.
Este enfoque conceptual implica una arquitectura que no pretende ser accesible ni simbólica, sino un trabajo puramente formal. Las casas diseñadas por Eisenman en sus primeras etapas, que en muchos casos podrían describirse más como esculturas o maquetas a gran escala que como viviendas funcionales, reflejan esta postura. Los proyectos no son entendidos como soluciones habitacionales, sino como representaciones abstractas que se desarrollan mediante un juego de formas y conceptos. De esta manera, el creador se distancia de su propia obra, aspirando a que la arquitectura tenga una vida autónoma. Este distanciamiento se refleja en la denominación de sus proyectos, como Casa 1, Casa 2, Casa 3, donde el arquitecto pretende que su obra trascienda su autoría y exista de manera independiente.
En última instancia, la obra de Eisenman resalta la primacía del concepto sobre la forma y el proceso sobre el producto, reflejando una concepción radical de la arquitectura como un lenguaje que trasciende la utilidad y el simbolismo, un lenguaje cuya belleza solo puede ser apreciada mediante una comprensión intelectual y racional del proceso que la genera.
Peter Eisenman, un influyente teórico y arquitecto contemporáneo, ha sido fundamental en la reconfiguración de las concepciones arquitectónicas mediante una crítica radical al funcionalismo y al realismo. Si bien nunca adoptó completamente la etiqueta de “postmoderno”, su aproximación a la arquitectura se alinea con la idea de lo ultramoderno, un concepto que subraya su distanciamiento de las relaciones tradicionales entre forma, función y significado. Eisenman promueve un “anti-humanismo”, rechazando la idea de que los edificios deban servir a las necesidades o funciones humanas, y proponiendo en su lugar que los productos arquitectónicos se emancipen de cualquier vínculo directo con la vida cotidiana. En sus propias palabras, aboga por la creación de “objetos extraños”, cuyas formas no deben reflejar la vida humana, sino más bien una lógica formal pura.
Un ejemplo claro de esta postura se encuentra en sus obras de los años 70, como la Casa 6, terminada en 1975, en la que Eisenman explora nociones geométricas abstractas como las relaciones de centro-periferia, lo vertical-horizontales, y lo de arriba-abajo, sin ninguna referencia a las necesidades de los habitantes. Esta dicotomía es evidente en los interiores de la casa, donde los muebles, la distribución espacial y las aperturas no responden a un programa funcional, sino a consideraciones geométricas puras. La disposición de los elementos y su relación con el espacio resalta una violencia simbólica, la que se genera entre el mundo doméstico y el universo lógico y abstracto que Eisenman propone. Esta “violencia” subraya la distancia entre la vida real y el lenguaje formalista que él defiende.
Años después, en el proyecto de Canareccio para Venecia, presentado en 1979, Eisenman trasciende la experimentación con el cubo de sus primeras casas para adentrarse en la manipulación del espacio. En este caso, el proyecto no hace referencia alguna a la realidad del contexto urbano ni a las características del entorno. En su lugar, Eisenman emplea una estrategia formal que recurre a la memoria de un proyecto anterior de Le Corbusier, el Hospital de Venecia, que nunca fue construido. Al utilizar los elementos formales del proyecto de Corbusier, Eisenman crea una intervención que no está conectada con el lugar ni con ninguna función específica, sino que remite a una serie de “huellas” y “ficciones” que subrayan la idea de ausencia, memoria y espacio vacío. La estrategia formalista que subyace en el proyecto refleja un enfoque que prioriza lo abstracto sobre lo concreto, haciendo de la obra un ejercicio puramente geométrico, sin intención de integrarse o responder al contexto.
A través de sus escritos y proyectos, Eisenman desarrolla una crítica al realismo arquitectónico y funcionalista, buscando la abstracción en lugar de la relación directa entre forma y función. Su obra culmina en dos artículos fundamentales: “Postfuncionalismo” y “El fin de lo clásico”. En el primero, cuestiona la utilidad de la funcionalidad en la arquitectura, mientras que en el segundo, insiste en la desaparición de tres ficciones: la representación, la razón y la historia. Estas ficciones, para Eisenman, ya no son pertinentes en un contexto arquitectónico que debe liberarse de las restricciones de la lógica tradicional y abrazar una forma de expresión que se define por su autonomía estructural y formal. La arquitectura de Eisenman, entonces, se aleja de la tradición y de la función, proponiendo una nueva forma de entender el espacio como un campo autónomo de creación simbólica y geométrica.
Peter Eisenman sostiene que el Movimiento Moderno no logró escapar de una concepción clásica de la arquitectura, atrapada por las mismas estructuras de pensamiento que limitan su capacidad de innovación. Para él, esta limitación se encuentra implícita en tres ideas fundamentales que dominan la arquitectura moderna, las cuales deben ser superadas. Eisenman propone que la arquitectura debería ser una expresión de una estructura de ausencias, donde los mecanismos de la forma no dependan de la razón utilitaria ni de la tradición, sino que se basen en la simulación, la máscara y la arbitrariedad. Esta postura lo posiciona como una figura posmoderna dentro del contexto arquitectónico.
A pesar de que Eisenman se autodenomina posmoderno en varios de sus textos, su concepción de la posmodernidad dista considerablemente del eclecticismo trivial o la nostalgia historicista que caracteriza a otros arquitectos estadounidenses como Robert Venturi. Para Eisenman, la posmodernidad debe ser entendida como una crítica radical, que se alinea más con las ideas filosóficas de Jean-François Lyotard, especialmente en su texto La condición postmoderna, donde el autor plantea un anti-humanismo y un anti-historicismo. Eisenman adopta estos principios para rechazar tanto el lugar como la tradición en la arquitectura. Según él, la historia es un lastre, y su uso solo puede ser arbitrario y fragmentario, sin ninguna pretensión de continuidad o linealidad.
La negación del lugar es otro aspecto central en su crítica. Para Eisenman, el lugar no debe ser entendido como un contexto que se pueda interpretar de manera profunda, sino como un simple pretexto o excusa para la experimentación abstracta. En lugar de buscar un vínculo con la memoria, las tipologías o los trazados, Eisenman propone lo que denomina “arquitectura de la atopía”. Este concepto describe una arquitectura que niega el lugar, entendiendo “topos” (lugar) en su sentido griego como algo que no debe influir en la creación arquitectónica. La atopía, por lo tanto, es la arquitectura del no-lugar, una arquitectura que no depende de condiciones preexistentes o de cualquier referencia contextual.
Un claro ejemplo de esta negación de la tradición y el lugar se encuentra en el Wexner Center for the Arts (1989), donde la organización espacial surge del choque de dos tramas ortogonales y la incorporación de elementos como ruinas artificiales, planos inclinados y estructuras que parecen interrumpirse en el aire. Este proyecto refleja una ruptura con el historicismo al enfatizar la discontinuidad y la fragmentación. Eisenman se aleja de Venturi, no solo al rechazar la nostalgia histórica, sino también al insistir en una visión de la historia como algo que debe ser roto, en lugar de continuado.
Esta postura de Eisenman lo distingue también de otros arquitectos contemporáneos, como Bruce Smithson, Aldo Van Eyck y Ernesto Nathan Rogers, quienes mantuvieron una relación más estrecha con la noción del lugar. Para Eisenman, el lugar no tiene valor inherente y no puede ser considerado un factor determinante en el diseño arquitectónico. Además de su enfoque teórico y filosófico, Eisenman, junto con otros arquitectos de su época como John Hedak, demostró una notable capacidad para renovar las técnicas de representación arquitectónica, utilizando métodos gráficos innovadores que desafiaron las convenciones del dibujo arquitectónico de su tiempo.
La obra de Peter Eisenman presenta una evolución hacia propuestas arquitectónicas anti-humanistas que cuestionan las premisas fundamentales del Movimiento Moderno. A través de sus diseños, se aleja de la concepción de una escala adecuada para el ser humano y de la idea de que la arquitectura debe poseer una dimensión cívica o social. Para Eisenman, la forma arquitectónica no responde a una función humana específica ni a un contexto determinado, sino que emerge de capas superpuestas de retículas, ejes geométricos y contornos abstractos. Esta aproximación subraya una tendencia hacia la deconstrucción arquitectónica, un enfoque que se refleja en las obras de arquitectos contemporáneos como Rem Koolhaas, Frank Gehry y Daniel Libeskind.
En su trabajo, Eisenman reniega de la idea de que la arquitectura debe comunicarse con el público de manera clara y legible, como lo propondrían otras variantes de la posmodernidad. Esta posmodernidad, representada por figuras como Robert Venturi y Charles Moore, se centra en la creación de edificios que trasmiten significados a las masas a través de elementos históricos como columnas dóricas, órdenes griegos y formas provocativas. Su enfoque no solo utiliza símbolos del pasado, sino que los reinterpreta y los inserta en el contexto contemporáneo con el objetivo de generar una conexión comunicativa con el espectador.
Por otro lado, el enfoque de Eisenman rechaza tanto el historicismo como el humanismo inherente a la arquitectura moderna. Su práctica busca una experimentación formal radical que subraya la autonomía de la forma frente a la función, los materiales o el contexto. De este modo, la arquitectura de Eisenman se aleja del concepto de significado directo, buscando un arte arquitectónico que permanezca “en silencio”, desprovisto de cargas simbólicas explícitas.
Este contraste entre las diferentes interpretaciones de la posmodernidad ilustra dos direcciones opuestas dentro de la disciplina: una que retoma la tradición y juega con sus elementos para crear nuevas narrativas visuales, y otra que se despoja de cualquier referencia histórica o funcional, enfocándose únicamente en la pureza geométrica y en el juego formal. Ambas, sin embargo, rechazan el principio de coherencia y unidad que caracterizó la arquitectura moderna, ya sea al separar forma y función o al recurrir a una lógica formal puramente especulativa.
En paralelo, el filósofo Jürgen Habermas, en su artículo de 1980 Modernidad, un proyecto inacabado, defiende la modernidad como un proyecto aún vigente, no obsoleto ni superado, sino abierto a nuevas interpretaciones y posibilidades. Habermas considera que, tanto en el ámbito filosófico como en el arquitectónico, la modernidad sigue siendo una propuesta valiosa, capaz de ofrecer nuevas perspectivas en el pensamiento contemporáneo. Esta reflexión se distancia de la crítica posmoderna, proponiendo una visión más compleja y matizada sobre el legado de la modernidad y su relación con las tendencias actuales.
La interpretación de la modernidad como un proyecto inacabado, que debe ser continuado y perfeccionado, ha sido defendida por arquitectos como Álvaro Siza, Renzo Piano, Tadao Ando, Alison y Peter Smithson, y Aldo Van Eyck. Estos profesionales no abandonan la modernidad, sino que buscan revisarla y enriquecerla. Su enfoque, centrado en una visión crítica y constructiva del Movimiento Moderno, ha sido fundamental para el debate arquitectónico de mediados del siglo XX. Estos arquitectos proponen una evolución de la modernidad, incorporando nuevas perspectivas y desafíos, tanto funcionales como simbólicos, sin renunciar a sus principios estructurales.
Por otro lado, la posmodernidad, que surge como una reacción a los excesos y limitaciones de la modernidad, abre las puertas a lo irracional y a lo arbitrario. En este contexto, se genera un debate entre aquellos que buscan continuar el proyecto moderno y los que rechazan sus principios, explorando nuevas formas de entender la arquitectura y el urbanismo. Este enfrentamiento entre modernidad y posmodernidad configura la dinámica intelectual y práctica de las décadas de 1960 y 1970, un período crucial para la arquitectura contemporánea.
Un aspecto que amplía esta discusión es la interpretación de la posmodernidad propuesta por Aldo Rossi, quien, mediante su concepto de tipología, ofrece una mirada distinta, que se aleja tanto de la visión funcionalista como de las propuestas radicales de la posmodernidad. Esta reflexión será abordada en profundidad en una próxima sesión, contribuyendo a enriquecer el panorama de las corrientes arquitectónicas de la época.
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