Del pensamiento a la Música, La influencia de la Inteligencia artificial.
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Del pensamiento a la Música, La influencia de la Inteligencia artificial.
Basado en https://www.youtube.com/watch?v=vWCfPB1OZRw
En un escenario donde las fronteras entre lo humano y lo artificial se desdibujan progresivamente, resulta revelador que la figura más influyente del pensamiento contemporáneo no sea un sujeto real. No se trata de un pensador retirado ni de un autor póstumo redescubierto por la crítica. El protagonista del debate filosófico actual es una inteligencia artificial que opera bajo el seudónimo de Jianwei Xun, un nombre que sugiere una procedencia cultural específica y que, no por casualidad, refuerza su legitimidad en un marco global.
Este fenómeno no es aislado. Simultáneamente, existen sistemas algorítmicos capaces de componer e interpretar música, así como de interactuar con usuarios humanos para generar piezas sonoras ajustadas a parámetros preestablecidos. Aunque estas herramientas no son nuevas, persiste un desconocimiento generalizado sobre los modos concretos de producción creativa que habilitan, así como sobre el estatus estético y ontológico de sus resultados.
Ante este panorama, es comprensible —y legítimo— que músicos, compositores y teóricos del arte manifiesten preocupación respecto al impacto de la inteligencia artificial en los ámbitos laboral y creativo. De hecho, si un sistema puede ocupar el lugar de un filósofo o de un compositor, ¿qué consecuencias se derivan de ello para los discursos sobre autoría, originalidad y propiedad intelectual?
Uno de los puntos de controversia más frecuentes es el uso de algoritmos que replican estilos de artistas humanos. Algunos sostienen que esto constituye una forma de apropiación no reconocida. Sin embargo, podría establecerse una analogía con el uso del sampler en la música: un instrumento —físico o digital— que permite manipular sonidos pregrabados, tratándolos como notas musicales. Así como el sampler no sustituye a un instrumento tradicional, sino que lo reconfigura, la inteligencia artificial no se limita a replicar una obra original, sino que produce otro tipo de objeto cultural, regido por una lógica compositiva distinta.
Este artículo propone abordar dos casos paradigmáticos: por un lado, la creación de Jianwei Xun como figura filosófica digital; por otro, los sistemas actuales de composición musical asistida por inteligencia artificial. Lejos de adoptar un enfoque apocalíptico, se argumentará que estas transformaciones no implican una pérdida del pensamiento ni de la creatividad humana, sino una reorganización de sus medios de producción y circulación.
En enero de 2025, apareció en Amazon un libro titulado Hipnocracia. Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad. Su tesis central sostiene que vivimos en un estado de hipnosis colectiva, inducido por algoritmos y amplificado por líderes carismáticos —tecnobobos— cuyo principal escenario de acción es el entorno digital. La obra fue rápidamente citada en seminarios académicos y medios de comunicación. Periodistas como Jorge Fontevecchia y Marcelo Longobardi le dedicaron entrevistas y análisis, sin advertir que su autor —el supuesto filósofo chino Jianwei Xun— era, en realidad, una inteligencia artificial.
El impacto fue tal que incluso el fundador de Inspiring Futures lo citó como fuente autorizada en una conferencia celebrada en Cannes, titulada Metamorfosis de la democracia, en la cual se abordó el modo en que la inteligencia artificial está alterando las estructuras de gobernanza digital y transformando nuestras nociones de organización política. Paradójicamente, se utilizó una creación artificial como fuente legítima para reflexionar sobre los peligros de lo fake, lo que revela una tensión fundamental entre contenido, origen y credibilidad.
La construcción de Jianwei Xun fue meticulosa: contaba con una página web enigmática, imágenes borrosas y credenciales académicas asociadas a instituciones prestigiosas como la Escuela de Comercio de París y el Instituto de Estudios Europeos y Derechos Humanos. Todo parecía en regla, salvo por un detalle: el autor no existía. Fue la periodista italiana Sabina Minardi quien, tras varios intentos fallidos de contactarlo, descubrió que se trataba de un personaje generado por un editor italiano en colaboración con dos sistemas de inteligencia artificial —ChatGPT y Claude—. El responsable humano detrás del proyecto era Andrea Colamedici, quien figuraba oficialmente como traductor del libro.
Esta revelación suscitó interrogantes filosóficos y éticos de gran calado: ¿es relevante que el texto haya sido escrito por una inteligencia artificial si sus ideas resultan provocadoras o estimulantes? ¿Importa más el contenido o la identidad de quien lo produce? Emilio Carelli, director de Il Espresso, formuló abiertamente estas preguntas, planteando un dilema que desafía los criterios tradicionales de autoría y legitimidad discursiva.
La intervención humana en este caso no fue menor: Colamedici no solo propuso el tema, sino que organizó y curó el material. En este sentido, se vislumbra una forma híbrida de producción cultural, en la que lo humano y lo artificial se articulan para generar nuevas configuraciones autorales. Como señaló la investigadora Cecilia Danesi en un evento internacional sobre inteligencia artificial celebrado en Cannes, la hipnocracia —término acuñado en el libro— describe un régimen digital donde los algoritmos moldean nuestras percepciones sin resistencia consciente.
El fenómeno alcanzó tal notoriedad que medios franceses, italianos y suizos comenzaron a difundir el libro sin cuestionar la existencia de su autor. Fue recién el 27 de marzo cuando Le Express reveló públicamente la falsedad del personaje, confirmando lo que hasta entonces solo circulaba como sospecha: Jianwei Xun era una construcción algorítmica dotada de legitimidad mediática y académica, una figura ficticia con mayor visibilidad que muchos intelectuales reales.
Paralelamente a la proliferación de obras generadas por inteligencia artificial, Amazon se vio obligada a implementar una política restrictiva: a partir de 2024, limitó la publicación a tres libros por día por autor. Esta medida respondió al crecimiento exponencial de textos producidos algorítmicamente, una tendencia que saturó los catálogos con tal volumen que —hiperbólicamente hablando— ni siquiera las propias inteligencias artificiales habrían podido leer todo lo que generaban.
Sin embargo, Hipnocracia logró atravesar ese umbral de ruido y destacarse en medios, librerías y espacios académicos. Su caso demuestra que, en el presente, para triunfar como filósofo no basta con pensar: hay que actuar, encarnar una figura —aunque esta no exista— y desplegar una estrategia narrativa convincente. El nombre Zhang Weizhong operó eficazmente como signo de autoridad: su sonoridad evocaba la tradición filosófica asiática (en particular, la figura mediática de Byung-Chul Han) y, ante la ausencia de entradas en Wikipedia u otras fuentes verificables, su legitimidad se consolidó por omisión.
La moraleja es clara: en el ecosistema actual, no es necesario estudiar filosofía para convertirse en una figura de influencia intelectual. Basta con elegir un nombre de resonancia enigmática, publicar una fotografía en blanco y negro, autoproclamarse como fuente y esperar a que la maquinaria académica reproduzca la operación. La inteligencia artificial se vuelve aquí no solo herramienta, sino coautora implícita, garante de estilo, coherencia y densidad retórica.
Este fenómeno nos conduce a un campo paralelo: la composición musical automatizada. Si una inteligencia artificial puede producir un libro filosófico lo suficientemente persuasivo como para engañar a medio continente, ¿qué sucede cuando ese mismo principio se aplica al ámbito musical?
La pregunta ya tiene respuesta. Desde hace algunos años, inteligencias artificiales como Aiva, Udio, Soundraw o Ecrett generan obras musicales en una amplia variedad de géneros: electrónica, sinfónica, barroca, jazz e incluso tango. La calidad es desigual —como en cualquier producción humana—, pero ciertos resultados son lo suficientemente convincentes como para pasar por composiciones profesionales. La comparación irónica con Gardel —”esto no lo compuse yo, pero podría haberlo hecho”— señala el punto clave: algunas de estas piezas no solo imitan estilos, sino que alcanzan niveles formales que desdibujan la frontera entre originalidad e imitación.
El compositor post-humano ya no es una figura del porvenir, sino una presencia operativa. No toma café, no sufre ansiedad creativa, no se enfrenta al síndrome del impostor. Puede generar una obra en segundos, mediante la modulación de prompts específicos que definen sus parámetros estructurales y estéticos. Mientras un compositor humano puede dedicar meses a una obra sin garantías de aceptación, la inteligencia artificial produce múltiples versiones en menos tiempo del que tarda en completarse un bostezo.
Este panorama genera una inquietud legítima entre músicos formados en la tradición académica. ¿Qué lugar ocupa la formación técnica cuando un algoritmo puede “leer” a Debussy en segundos y replicar sus estructuras sin necesidad de comprensión afectiva ni esfuerzo físico? No obstante, conviene recordar que los entornos digitales ya forman parte integral de la creación musical desde hace décadas: presets, loops, plugins, afinadores automáticos, bateristas virtuales o samples de instrumentos de viento que superan, en fidelidad, a algunos intérpretes humanos.
Por tanto, la pregunta no es si la inteligencia artificial amenaza la música como forma artística, sino cómo redefine nuestra relación con la autoría, el proceso creativo y el valor. La música generada algorítmicamente no elimina la subjetividad, pero sí reconfigura su papel en la producción. Nos encontramos en un momento liminal, donde el criterio de originalidad ya no puede vincularse exclusivamente con la identidad biográfica del autor, sino que debe contemplar nuevos regímenes de creación y recepción.
Podría parecer que, ante estos avances tecnológicos, nuestra reacción espontánea sea el purismo nostálgico: “Sí, pero la comida de mi abuela tenía otra cosa”. Sin embargo, esa “otra cosa” también implicaba cinco horas de trabajo, quemaduras en la cocina y la obligación de repetir aunque ya no se tuviera hambre. El argumento de lo artesanal como sinónimo de autenticidad no resiste un análisis que no incluya el contexto material, el tiempo disponible y las condiciones concretas de producción.
En este marco, resulta pertinente recuperar una perspectiva desde la experiencia personal. Antes de estudiar filosofía en la Universidad de Buenos Aires, la autora de este ensayo (Roxana Kramer) estudió composición musical durante muchos años, editó un vinilo de música instrumental y participó activamente en colectivos como MIA (Músicos Independientes Asociados). Su práctica musical, inicialmente tradicional —papel, pentagrama, lápiz y goma de borrar—, fue gradualmente absorbida por el entorno digital. Hoy, la creación musical incorpora inteligencias artificiales como herramientas de producción, lo que transforma radicalmente el rol del compositor: ya no se trata de “crear desde cero”, sino de interactuar, afinar, dirigir, seleccionar y modular los parámetros de una máquina generadora.
Tener una formación sólida en armonía y contrapunto no ha perdido relevancia; por el contrario, permite entablar un diálogo más informado y eficaz con las herramientas tecnológicas. La inteligencia artificial no reemplaza el juicio estético, pero sí redistribuye el trabajo creativo.
En este escenario, surgen preocupaciones legítimas respecto del desplazamiento de ciertos roles: no es la obra en sí la que está en riesgo, sino las figuras del autor y del intérprete. No obstante, conviene recordar que el autor, tal como lo concebimos hoy —nombre en la tapa, fotografía en la solapa, semblanza biográfica—, es una invención reciente en la historia del pensamiento occidental. La noción de autoría como sinónimo de originalidad y propiedad intelectual no se remonta más allá del siglo XV, y fue moldeada históricamente por la imprenta, la propiedad privada y el capitalismo cultural.
Durante siglos, crear no implicaba firmar. Las grandes catedrales góticas, como la de Chartres, fueron construidas por generaciones de obreros y artesanos anónimos. Su propósito no era la consagración individual, sino la ofrenda colectiva a Dios, al tiempo o al pueblo. El anonimato era una virtud; la eternidad, el horizonte.
Del mismo modo, las grandes epopeyas fundacionales —la Ilíada, el Cantar del Mio Cid— se transmitieron oralmente durante siglos. Aunque solemos atribuir la Ilíada a Homero, no está claro si se trataba de un individuo real, un recopilador o un símbolo colectivo. En ese contexto, la autoría era una construcción cultural posterior al acto creativo.
El problema de fondo, entonces, no es si una inteligencia artificial puede reemplazar a un compositor o a un filósofo, sino cómo reconfiguramos nuestras categorías de legitimidad, creatividad y responsabilidad cuando los agentes ya no son exclusivamente humanos. ¿Qué significa ser autor en una era donde se puede crear sin firmar, o firmar sin haber creado? ¿Qué tipo de pensamiento estético y político necesitaremos para habitar esa transición sin caer ni en el rechazo tecnófobo ni en el entusiasmo acrítico?
Los cuentos populares recopilados por los hermanos Grimm nacieron del anonimato, moldeados por la voz colectiva de generaciones. Las tradiciones filosóficas y religiosas más antiguas —como los Vedas, los textos taoístas o muchos pasajes bíblicos— carecen de autor definido. Lo mismo ocurre con los mitos griegos, los proverbios, las danzas folclóricas, las recetas tradicionales o los juegos infantiles. Son creaciones compartidas, tejidos culturales sin firma ni dueño, transmitidos como parte de una herencia común.
¿Por qué, entonces, apareció la figura del autor? El viraje fue técnico, económico y simbólico. Con la invención de la imprenta en el siglo XV, la reproducción masiva de textos volvió relevante la cuestión de la procedencia: ya no era una voz efímera, sino una huella que podía repetirse. Comenzó a importar quién decía qué. Aunque figuras como Platón o Virgilio ya eran veneradas antes, la idea de autoría como propiedad exclusiva aún no existía. Fue la imprenta la que consolidó al autor como titular de derechos y garante de originalidad.
En los siglos siguientes, la figura del autor se consolidó. El Renacimiento lo consagró como genio individual; el Romanticismo lo mitificó como un ser inspirado, irrepetible, casi sagrado. La obra dejó de ser solo contenido: se convirtió en mercancía, y el autor, en su marca. El nombre ya no era únicamente una firma, sino una plataforma identitaria, una institución de legitimidad y valor.
Hoy, con la irrupción de las inteligencias artificiales, esa figura tambalea nuevamente. ¿Quién es el autor de una pieza generada por IA? ¿El creador del modelo? ¿El redactor del prompt? ¿La propia IA? La pregunta pierde relevancia si dejamos de lado el culto a la firma y centramos la atención en la obra. Si lo creado emociona, conmueve o resulta valioso, ¿por qué exigir una firma humana? ¿Por qué aferrarse a la noción de autor como garantía de autenticidad?
Aferrarse a esa idea es, en última instancia, un gesto de narcisismo: como si la creatividad debiera ser un privilegio exclusivo del ego humano. Pero nunca lo ha sido del todo. Tampoco lo es ahora. La mayoría de nosotros ignora quién compuso el “Feliz cumpleaños”, y sin embargo seguimos cantándolo.
El viejo anhelo de muchos compositores —contar con una orquesta disponible a toda hora, como soñaba Gabriel Cenanes— encuentra hoy una respuesta parcial en herramientas de IA como Node Performer, que permiten escuchar una obra con sonido sinfónico realista sin salir del estudio. Las inteligencias artificiales que componen música no son más que una extensión de esa misma evolución técnica.
La creación, entonces, ya no necesita una biografía detrás. El autor puede desaparecer, y la obra seguir viva. Puede no haber angustia, ni insomnio, ni anécdota. Puede no haber firma. Y aun así, puede haber belleza.
Componer música con inteligencia artificial ya no es una promesa futurista, sino una posibilidad concreta. Un usuario puede pedir que se genere una pieza de jazz, o ser más específico: indicar el tempo, los instrumentos, el estilo, la duración. Incluso puede subir una canción y solicitar que se realice un cover, manteniendo elementos como la voz del cantante. Si el resultado no convence, puede probarse otra variante, o reescribirse el prompt. El proceso puede repetirse tantas veces como se desee, como si el compositor tuviera a su disposición un asistente incansable que nunca se frustra.
Combinadas con modelos como ChatGPT, estas herramientas permiten también generar letras que respondan a temáticas elegidas por el usuario. No es la máquina quien propone el contenido: es el ser humano quien, con una idea o una inquietud, marca el rumbo. Muchas canciones que jamás fueron escritas por falta de tiempo o de formación musical, hoy encuentran un camino de concreción. Y eso cambia las reglas del juego.
Porque lo que está ocurriendo no es solo un cambio tecnológico: es un fenómeno cultural. La inteligencia artificial, al reducir las barreras de entrada, democratiza la creación. Personas sin formación académica pero con sensibilidad estética pueden participar activamente del proceso creativo. Y eso incomoda. Algunos sostienen que lo generado por IA no debería llamarse arte. Pero la pregunta no debería ser nominalista, sino experiencial: ¿La música emociona? ¿Tiene valor? Entonces ya no importa quién —o qué— la hizo.
Aquí resulta útil recuperar una distinción clave: arte como proceso y arte como producto.
Pensar el arte como proceso implica centrarse en lo transformador de la creación. Importa lo que sucede dentro del sujeto que compone, pinta o escribe: un camino de descubrimiento, aprendizaje y sentido que muchas veces tiene más valor que el resultado final. También forma parte de este proceso la experiencia del público, que se relaciona con la obra de manera subjetiva, afectiva y singular.
El arte como producto, en cambio, pone el foco en la calidad, la factura, la estética del objeto final. Desde esta perspectiva, lo relevante es el resultado, más que el recorrido. Y lo cierto es que la inteligencia artificial puede contribuir a ambos sentidos: amplía el acceso al proceso creativo y permite generar obras que, en muchos casos, son dignas de reconocimiento.
Por supuesto, no todo es luminoso. Estas herramientas operan sobre bases de datos sesgadas. Si se le solicita una rumba flamenca, quizás devuelva un bolero; si se pide un tango, puede sonar como la banda sonora de una película de Hollywood. La hegemonía del mainstream musical estadounidense constituye un límite a la diversidad cultural, y ahí hay una tarea crítica pendiente: enseñar a las máquinas que el mundo no empieza ni termina en Spotify.
Es cierto que los algoritmos a veces confunden los ritmos. Pero también es cierto que, con paciencia, precisión y ensayo-error, pueden llegar a generar una rumba flamenca con palmas y cajón que suene auténtica. Esa velocidad y plasticidad técnica hacen posible, incluso, responder a eventos de actualidad con canciones compuestas en tiempo récord. ¿La inteligencia humana también puede hacerlo? Por supuesto. Pero con inteligencia artificial es más fácil. Más rápido. Más accesible.
¿Podrá la inteligencia artificial reemplazar a los compositores? Tal vez. Aunque muchos seguirán componiendo, porque son experiencias distintas. La música seguirá existiendo en ambos casos.
¿Podrá la inteligencia artificial reemplazar a los filósofos? Tal vez. ¿Y por qué no? Pero eso no eliminará el deseo humano de hacer filosofía. Porque, al final, lo importante no será quién la practica, sino la filosofía en sí. Esa búsqueda seguirá viva. Quizás no nos reemplacen. Quizás nos inspiren, nos desafíen, nos empujen a repensar lo que creíamos saber.
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